La ira azul es un ensayo de Pablo Batalla en el que reflexiona sobre los fenómenos revolucionarios a lo largo de los siglos. Unos procesos de cambio que no han sido necesariamente progresistas siempre pero, aunque hayan tenido banderas muy diversas, siempre han sido impulsados por causas muy parecidas. Una lectura interesante en los albores de los cambios traumáticos que puede introducir en nuestras sociedades la automatización derivada de la Inteligencia Artificial
MURCIA. Escuchaba esta semana el podcast que hizo Onda Cero sobre Podemos. Se titula Compañeros, se publicó el año pasado y ya tenía un tono póstumo sobre la suerte del partido. Estoy interesado en estos análisis a toro pasado porque, para mí, personalmente, Podemos tiene cierta importancia. Es un partido que surgió con un fuerte componente generacional, de mi generación concretamente. Lo viví en directo y combiné la simpatía por algunos postulados con el fuerte rechazo que me producían otros. Además del efecto neurótico que me generaba que fuesen personas de mi edad las que dirigiesen el cotarro, algo inherente a estos procesos aunque la gente no se atreva a reconocerlo.
El 15M no me gustó. Estuve allí un sábado –porque entre semana trabajaba-, y un gran cartel que decía “Deja fuera tu ideología” me hizo dar media vuelta, así como los famosos lemas de “no les votes”, etc… Todo aquello me parecía adanista y ridículo a más no poder. No sé si como consecuencia del 15M, pero meses después Rajoy obtenía la mayoría absoluta y los recortes no continuaban, sino que se incrementaban, igual que la reforma laboral. Participé en las huelgas como piquete, salí a muchas manifestaciones y “las mareas” me sedujeron.
Controlaba de Sanidad y conocía cómo se estaba desmantelando este derecho, la “marea blanca” me parecía el principio de algo necesario. En un momento pensé que de la verde, la de la educación, de la negra, la del derecho, etc… podría salir un movimiento, una plataforma o una coalición a la que mereciera la pena votar. Pero lo que salió fue Podemos. Indagando sobre el tema, me dieron una vez una respuesta esclarecedora, aunque no pude demostrarla. Me dijeron que los que habían fomentado las mareas ya militaban todos en CCOO, UGT, IU, etc… No estaban para crear nada nuevo, eran los de siempre.
A Pablo Iglesias le seguí desde que era invitado en las cadenas de extrema derecha de la TDT. Su programa La Tuerka era anterior y también pude ver cómo a mi alrededor generaba pasiones. No estaba de acuerdo con su discurso y tics como el de la heroína en el País Vasco, en el que tanto ellos como Cintora se dieron un festín con el bulo –esa técnica que luego era de extrema derecha- me echaba para atrás.
Sin embargo, montaron un partido y salió adelante. Tenían una estrategia que eludía un posicionamiento claro en el marco ideológico establecido, yo la critiqué por sentirme en la izquierda tradicional y ellos triunfaron. Cuando estaban a punto de doblegar al PSOE, uno de sus objetivos obsesivos, se impuso una nueva estrategia de Iglesias, unirse a IU y virar a la izquierda. Errejón defendía lo contrario, seguir indefinidos, les salió mal y yo me reí de ellos por haber abandonado la fórmula de la Coca-cola por las prisas (nótese que soy mala persona y veleta en mis juicios) A partir de ahí, lo que vino fue, para la formación, un calvario. Errejón, el que, tuviera las artes que tuviera dentro del partido, era el que tenía razón y, como es lógico en las dinámicas de la esfera comunista, salió trasquilado de ahí y la batalla interna nunca cesó.
No obstante, cayendo y cayendo en popularidad y desinflándose el hype al que tanto público de mi edad se había sumado de forma ligeramente oportunista, unos a ver sin trincaban, otros porque lo veían como una moda y lo único que habían hecho hasta entonces era seguirlas, entraron en el gobierno. Y con el partido en desintegración, inmolado, como decía Monedero al final del podcast, hay muchas leyes que se deben a la formación morada, aunque el PSOE se las haya apropiado como bazas electorales. En mi humilde opinión, esas leyes son las más importantes de izquierda desde la triple universalización de los años 80. Son parches, pero los años de ZP que pasaron con tanto bombo fueron más liberales.
Ahora es muy fácil ridiculizar a Podemos y a sus protagonistas, que a veces se han currado estajanovistamente los motivos de mofa, y a mí siempre me quedará la duda de si no habría dado para una mayoría de PSOE e IU en algún momento igual que dio con Podemos (en el momento de aparecer esta fuerza, los sondeos daban a Cayo Lara el 15%), pero esta “revolución” llegó al BOE. Y hay algo que tengo por principio: toda revolución fuera del BOE, es marketing.
Podemos hablar del anverso y reverso del movimiento y su revolución y, para ello, acaba de publicarse un ensayo que ni pintado. Se trata de La ira azul, de Pablo Batalla (Ediciones Trea, 2023) que diserta sobre las contradicciones del sueño revolucionario. Quizá ahora ha remitido, pero durante décadas en la posguerra del siglo XX la juventud esperaba una revolución como algo ineludible. Recuerdo leer, siendo un tierno infante, alguna columna de opinión en Ruta 66 reflexionando sobre esa frustración, que la revolución cacareada es muy bonita pero ni está ni se la espera, decían, mientras la contracultura envejecía y se diluía su significado en una sociedad hipercomercial.
En este libro, Batalla opina valientemente que en no pocas ocasiones las revoluciones son muy conservadoras. O que el conservadurismo es la primera fórmula que tienen que aplicar los revolucionarios triunfantes para imponer el nuevo orden que, como todo cambio, también tiene vencedores y perdedores.
Los primeros ejemplos sobre los levantamientos carlistas del XIX están muy bien tratados. Es conocido que el integrismo católico y un nacionalismo español caduco que propugnaba el regreso al pasado edénico del imperio fue el elemento aglutinante de su llamamiento a la guerra, pero detrás estaba la crisis del Antiguo Régimen. La pérdida de las colonias había destruido el comercio, las subidas de impuestos les crujían y el crédito, siempre el crédito, arruinaba a los campesinos. Al mismo tiempo, el triunfo del estado liberal desamortizaba las tierras de la Iglesia, señala Batalla, y también las comunales. Si bien pudiera parecer que las banderas que llaman a la sublevación varían sin mucho sentido, las causas se mantienen.
Otro detalle al que apunta el autor es al cambio tecnológico. Como explican los pensadores que cita, siempre va por delante de las ciencias sociales. Primero, una nueva tecnología transforma la sociedad y sus relaciones productivas y principios económicos, después, los pensadores lo analizan y pergeñan ideologías o utopías que combaten la nueva desigualdad.
Así fue durante el siglo XIX y el XX, donde el comunismo encarnó la gran paradoja en torno a la revolución. El hombre nuevo del socialismo, se cuenta en La ira azul, iba a llegar a un mundo sin libertades elementales y sometido a un culto a la personalidad y una ortodoxia ideológica que no se diferenciaba en nada del funcionamiento de la Iglesia. Ahí está la anécdota de que Stalin había sido seminarista antes que bolchevique.
Lo relativo a la revolución más reciente que hemos vivido, la que derriba el Muro de Berlín, me parece más matizable. Considera Batalla que el fin del socialismo real favoreció la llegada del neoliberalismo a Europa Occidental, como si el Muro lo fuese de contención y el sacrificio de todos los que vivían bajo dictaduras comunistas servía para que hubiese políticas sociales en el oeste por si acaso, para que no se rebelase nadie.
Creo que es un lugar común. El neoliberalismo como lo entendemos empezó mucho antes de que siquiera se sospechase que el muro podía caer. Y las crisis del petróleo que disparan esas políticas económicas fueron también las que se llevaron por delante el socialismo real. Que luego la transición a la economía de mercado se hiciera en algunos casos con recetas neoliberales tampoco creo que fuera nada más que el zeitgeist.
También España tuvo la mala suerte de recuperar su democracia no solo con las dos crisis del petróleo encima, también con el inicio de la posmodernidad y todo el apoliticismo e individualismo, a veces nihilista, que conllevaba. Ambos ejemplos, muy lejos del momento de posguerra de economías en expansión y sociedades participativas que construyeron el ideal de democracia y estado de derecho que perseguimos hoy con palos de ciego, pues las bases que los propiciaron no son las mismas.
Al final de la obra, hay una reflexión del propio Marx sobre estos círculos crueles y paradojas de la historia: “la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando estos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en esas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos de su auxilio los espectros del pasado”.
No podría haber definido mejor el estado en el que se encuentra la “revolución” democrática, que en España como en muchos otros lugares empieza a agrietarse por diversos puntos aparentemente contrapuestos. Y si miramos en perspectiva los últimos cuarenta y cinco años en Europa, solo hay un movimiento que va en aumento lenta, pero inexorablemente: la extrema derecha.
Por tanto, las reflexiones de La ira azul no pueden ser más pertinentes en una época en la que no solo nos enfrentamos al llamado iliberalismo, sino que el automatismo derivado de la Inteligencia Artificial amenaza con darle un meneo al mercado de trabajo y la economía como no se ha visto desde hace doscientos años. Una época crepuscular de una incertidumbre tal en la que se nota entre la comunidad pensante el dicho gitano: “si dices la vedad, te queas sin ella”.