como ayer / OPINIÓN

Todos los santos... y no santos

29/10/2020 - 

MURCIA. El crecimiento de la segunda ola de la pandemia y la inminencia de la festividad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos, con su tradicional visita a los cementerios, preocupan a las autoridades, que temen que la anual aglomeración de personas que acuden a los lugares de enterramiento a orar y/o depositar flores en memoria de sus seres queridos se convierta en múltiple foco de infecciones.

Y eso que este año las fechas favorecen la dispersión, porque el día 1 de noviembre será domingo y el lunes ha sido declarado festivo en la ciudad de Murcia, para compensar aquel fallido martes del Bando que se nos debía.

Buen momento, por cierto, para subrayar que es el 2 de noviembre, en rigor, la jornada dedicada a recordar a los fallecidos, y no el 1, que es el que se usa desde siempre, habida cuenta de que es festivo, lo que favorece la afluencia al camposanto.

"En el costumbrismo se entremezcla lo estrictamente religioso con lo profano, lo que lleva a la trivialización de lo divino y a la ritualización de lo mundano"

Verdaderamente, son dos días de carácter y objeto bien distinto para la Iglesia. Porque en el primer caso se trata de un día de gran fiesta para honrar, de un modo especial, a todos los santos, conocidos o desconocidos, pero de un modo especial a los no canonizados, mientras que en el segundo lo que se pretende es honrar la memoria de los difuntos en general, y de rezar por ellos.

El actual Papa lo ha explicado así: Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza. En efecto, por una parte la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de sus seres queridos, y como Él y gracias a Él, hace resonar su acción de gracias al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.

En el costumbrismo propio de esta doble jornada se entremezcla, como en tantas celebraciones, lo estrictamente religioso con lo profano, lo que lleva, en no pocas ocasiones, a la trivialización de lo divino y a la ritualización de lo mundano.

Y no es cosa de ahora. Sobre esta cuestión ya se pronunciaba en 1887 el diario murciano La Paz cuando indicaba en una crónica: Las visitas a los camposantos, si son permitidas, tienen más de profanas que de religiosas, pues se convierten en un paseo donde los más van a ver el más o menos lujo desplegado por las familias en honor de sus difuntos, llegando a estar los alrededores convertidos en una feria, cuando no sucede que hay que arrojar de esos lugares sagrados a los vendedores de frutas y dulces. Por estas razones, vemos mejor la asistencia a nuestras iglesias, donde van los que con verdadero duelo quieren dedicar algunas oraciones a los difuntos de su familia o conocidos.  

Ya no se practica, el día 2, aquella antigua costumbre, en boga hasta hace unas décadas, de asistir el día de los Fieles Difuntos a tres misas oficiadas consecutivamente para aplicarlas por las ánimas, una concesión hecha a los sacerdotes de España y Portugal por el Papa Benedicto XIV en 1748, antes de que Benedicto XV la extendiera a toda la Iglesia en 1915.

Una costumbre, entre otras, de la que también los cronistas se ocupaban, en el arranque del siglo pasado, de la conmemoración de los Difuntos, y era en concreto Martínez Tornel quien escribía en el Diario de Murcia: Los dos días en que acude más gente a los templos son el de Jueves Santo y el de la Conmemoración de los fieles difuntos. 

En el de Jueves Santo, el culto es a la Institución Eucarística y a la Pasión del Señor; en el día de ayer, son los muertos nuestros los que nos llevan a los templos, porque en ellos parece que nos ponemos en comunicación con las almas de los que amamos y nos amaron en esta vida. 

Todos los sacerdotes celebraron ayer tres misas, y en las primeras horas de la mañana, que están ocupados todos los altares por los celebrantes, es un espectáculo piadoso ver cómo los fieles se agrupan en los distintos altares y siguen atentamente la celebración. Multitud de velas arden alrededor de túmulos, delante de lápidas, en medio del crucero y en las capillas. La iglesia está revestida de negros crespones. No suena una nota del órgano, y el silencio que reina en el templo solamente lo turba el chisporroteo de los cirios y el doblar de las campanas, que parece que elevan sus clamores al cielo. 

Este año, como queda dicho y es de sobra sabido, la doble fecha con que se abre noviembre llega en plena reescalada pandémica, y aparte de que las flores y oraciones tendrán un número de nuevos destinatarios mucho mayor de lo que desearíamos, vienen a cuento las reflexiones que hizo la Iglesia hace casi 20 años en su Directorio sobre la Liturgia y la Piedad Popular al referirse a la memoria de los difuntos.

Está muy difundido en la sociedad moderna, y con frecuencia tiene consecuencias negativas, el error doctrinal y pastoral de "ocultar la muerte y sus signos". La civilización moderna rechaza la "visibilidad de la muerte", por lo que se esfuerza en eliminar sus signos. De aquí viene el recurso, difundido en un cierto número de países, a conservar al difunto, mediante un proceso químico, en su aspecto natural, como si estuviera vivo (tanatopraxis): el muerto no debe aparecer como muerto, sino mantener la apariencia de vida.

El cristiano, para el cual el pensamiento de la muerte debe tener un carácter familiar y sereno, no se puede unir en su fuero interno al fenómeno de la "intolerancia respecto a los muertos", que priva a los difuntos de todo lugar en la vida de las ciudades, ni al rechazo de la "visibilidad de la muerte", cuando esta intolerancia y rechazo están motivados por una huida irresponsable de la realidad o por una visión materialista, carente de esperanza, ajena a la fe en Cristo muerto y resucitado.

Dicho está. Y bien claro.

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