Una misión. Un plan. La ejecución del plan. Esa era la estructura básica de los guiones de 'Misión imposible', otra historia televisiva de espías ambientada en la Guerra Fría que discurría al ritmo de la enfebrecida e inolvidable música de Lalo Schifrin
. Un hombre se dirige a un punto determinado. Una cabina telefónica, un aparcamiento, el telescopio de un mirador. Una vez está en el lugar indicado, encuentra un diminuto reproductor de cintas y procede a escuchar el mensaje grabado que contiene. Son instrucciones para abortar una operación criminal, una conspiración de un país enemigo o cualquier trastada de ese calibre. La voz de la cinta advierte al final que, en caso de aceptar la misión, si cualquiera de los miembros del equipo son abatidos o hechos prisioneros durante la misión, el gobierno de Estados Unidos no podrá protegerlos. Se trata de misiones ultrasecretas que solamente puede llevar a cabo un equipo de la IMF (Mission Impossible Forces). La cinta siempre termina con la sentencia «este mensaje se autodestruirá en cinco segundos» y que pasó a la historia. Así comenzaba una de las series más populares de los años sesenta, Misión imposible (Mission: Impossible).
El hombre que escucha los mensajes responde al nombre de Jim Phelps y durante seis de sus siete temporadas, dirigió la IMF. Al personaje le dio vida el actor Peter Graves, quien encarnó al jefe perfecto para dirigir un escuadrón de espías de élite. Aunque llegó casi al final de la fiebre televisiva del espionaje que había comenzado en 1964, Misión imposible llegó a tiempo para convertirse en una de las series más innovadoras del ramo. Otras producciones apostaban por un protagonista sexy (Roger Moore en El Santo), por agentes pintones con trucos extravagantes (El hombre de CIPOL), o directamente recurrían a tramas dignas de Julio Verne, como inventarse un espía en los tiempos del viejo oeste (Wild Wild West, que aquí fue conocida como Jim West). Bruce Geller, cerebro de Misión imposible, decidió que el atractivo de la serie tenía que recaer en su ritmo, en un montaje dinámico, algo ya presente en unos títulos de crédito que apenas dan respiro al espectador. Los diálogos eran los justos y más bien tirando a planos, pero la acción era trepidante, como si en la sala de montaje hubieran condensado una película de dos horas en un capítulo de cincuenta minutos. El acabado tenía calidad cinematográfica y, por si fuera poco, el tema central de la serie, compuesto por el argentino Lalo Schifrin, ayudaba también a que se disparase la adrenalina. El tiempo de la música era inusual, como también lo era el modo en cómo se empleaba el score a lo largo de los capítulos.
La bola de cristal fue un espacio revolucionario en todos los sentidos, una fantasía cultural que marcó a toda una generación, con sus proclamas antisistema y su humor gamberro, sus videoclips y sus críticas a cualquier tipo de autoridad, ya fuese política o mediática