MURCIA. “Todo el mundo tiene tres vidas: una vida pública, una vida privada y una vida secreta”, escribió García Márquez, y Kate Lister nos lo recuerda en la introducción de Una curiosa historia del sexo (Capitán Swing), ensayo que busca revisar nuestra relación con la sexualidad y su evolución a través del tiempo, para poder mostrarnos cuantos tabúes y mentiras entorpecen el camino que conduce al placer carnal. Según Lister, de las tres vidas a las que se refiere García Márquez, la más honesta es la secreta, puesto que la hemos incompatibilizado con nuestra vida pública. Nos esforzamos por inventar etiquetas –heterosexual, virginal, promiscuo...- que pretenden clasificar algo demasiado complejo para ser clasificado. Para arrojar algo de luz acerca de esas fobias y prejuicios, y mostrarnos cómo, afortunadamente, hemos sido capaces de modernizar el modo en que vemos y vivimos la sexualidad propia y ajena, Lister ha escrito un libro construido de forma amena, un texto divulgativo que también le echa humor al asunto. Porque, cómo no echárselo cuando descubrimos que la expresión disfunción eréctil, tan digna, tan comedida, no es fruto de la corrección política sino del marketing. Fue a partir de la aparición de la viagra que, para promocionar la milagrosa pastilla azul, se decidió borrar la palabra impotencia y vender el producto como un fármaco asociado a la salud sexual del varón.
El varón. Su protagonismo en esta historia no suele dejarlo en buen lugar, ya que cada tanto aparece ejerciendo de censor o de agente represor dispuesto a desprestigiar la sexualidad femenina. Y cuando no es así, está presente a través del pene, el eje alrededor del cual se hacen girar tantos asuntos. El lenguaje ha sido el gran aliado del macho. La palabra puta, por ejemplo, no nace asociada a las trabajadoras del sexo. En el siglo XIII, el teólogo Thomas de Chobham la emplea para definir a cualquier mujer que mantenga relaciones fuera del matrimonio. En algunas lenguas nórdicas, se usa el término hora, que significa adúltera, para referirse también a la puta. Los ejemplos se van acumulando a medida que transcurre la historia y, al final, Lister señala que cualquier mujer que pueda tener autoridad sobre el hombre ha de ser avergonzada y, por lo tanto, calificada como puta. La autora, pues, aboga por usar dicho vocablo para desinflar la vergüenza que se esconde tras el término, de la misma manera que hay homosexuales que emplean el término maricón y sudamericanos que se llaman así mismos sudacas.
El sexo es fuente de placer y conocimiento, pero el lenguaje que usamos para referirnos a él hace que siempre resulte obsceno. Además, hay palabras que socialmente están peor vistas que otras. El término coño, por ejemplo. A fuerza de usarlo, va ganando terreno frente a la omnipresencia oral de polla y cojones. Fijémonos en el lenguaje coloquial cotidiano: ¿Cuántas mujeres dicen que están hasta los cojones cuando ya no soportan más una determinada situación? Decir cojones siempre resulta más educado que decir coño. Lo que está bien es cojonudo y lo que es un aburrimiento es un coñazo. Entonces Lister se acuerda del Marqués de Sade y de la alegría con la que este usaba el coño en sus provocadores escritos. Desde el principio de los tiempos, el coño es un elemento sospechoso. En la antigüedad se identificaba un clítoris grande con la tendencia al lesbianismo o la fogosidad erótica. El coño como fuente de pecado, desviación y peligro. Cómo no va parecer que es feo pronunciar este vocablo. Coño: hay que decirlo más.
Cuando los exploradores y colonos empezaron a llegar a África, se llevaron consigo del viejo y aburrido mundo todas sus represiones. La mujer negra se convirtió en una especie de diablesa a la que se deseaba y denostaba a la vez. Los traseros y los pechos de ellas, los penes de ellos. Todos esos europeos que venían de países en los que el adulterio se castigaba de las maneras más salvajes, se encontraron con mujeres que carecían de tabúes sexuales. Esto generó un gran conflicto moral que de sobra sabemos cómo se resolvía: con violencia. Lister también se ocupa de uno de los mitos más absurdos de la sexualidad humana, esa entelequia llamada virginidad. Según explica, la virginidad es un concepto difícil de definir e imposible de probar porque no es un hecho físico. En el siglo XXI, perder o mantener la virginidad son tareas ímprobas. Si la virginidad es una condición inherente a la vagina, ¿qué pasa entonces con los varones homosexuales?: O como apunta Lister, “¿es el Orgullo Gay una manifestación masiva de vírgenes?”
La violencia contra la mujer, el pánico homosexual, el asco hacia uno mismo a causa de los propios deseos carnales y tantas otras cosas que podríamos ir enumerando tienen sus raíces en ese cúmulo de aberraciones seudocientíficas y supuestamente filosóficas y morales que nos han acompañado durante siglos. Está esa falsa teoría, aún vigente, de que la actividad sexual debilita al cuerpo y, por lo tanto, no es conveniente que los deportistas se desfoguen la noche antes de una competición. Ni siquiera masturbándose, porque la masturbación masculina también acarrea su historial de lacras, labor esta que debe mucho al insigne John Harvey Kellog, que además de inventarse uno de los desayunos más famoso del mundo, también trabajó con tesón para desarticular cualquier forma de auto placer. En cuanto a la masturbación femenina, cuenta Lister que los vibradores fueron un invento de los médicos para conseguir que las mujeres llegaran al orgasmo sin que los brazos de ellos acabaran agotados. ¿Y por qué ese empeño? Porque se pensaba que, al correrse, la mujer se curaba de la histeria. Es aterradora esa predisposición nuestra a convertir en algo sucio y reprobable lo que es natural. Lister rebate bulos y embustes y pone en evidencia lo importante que es seguir hablando de sexo. Hablar de ello para educar. Borrar los secretos y eliminar la vergüenza que nosotros hemos vertido sobre todo aquello que no debería darnos más que placer.