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mi cuerpo, mis reglas / OPINIÓN

Seres humanos, no ideologías (I)

26/01/2024 - 

MURCIA. En este momento histórico que ahora atravesamos y en el que la cultura Europea y Occidental, cuna y única civilización valedora de los Derechos Humanos, está siendo atacada desde distintos frentes bélicos, políticos e ideológicos, quien no se sienta eurocentrista y prooccidental desde el fondo de su corazón o es un suicida inconsciente o es reconocible directamente como el enemigo sea exterior o interior, aquí no caben medias tintas. Ambos son peligrosos, y a ambos habrá que neutralizar. Nos va en ello la supervivencia.

Desde su elaboración y publicación en 1948, la Declaración Internacional de Derechos Humanos constituye y significa a día de hoy de forma indiscutible el código de valores éticos superior por naturaleza y derecho a todos los demás. Representa hasta ahora la más avanzada culminación del desarrollo ético humano, la más perfecta regla de vida a seguir y uno de los únicos tres activismos válidos que a nivel mundial merecen toda lucha y todo esfuerzo, junto a la salud de nuestro planeta y la preservación y bienestar de los otros seres vivos que junto a nosotros habitan en él.

Una realidad de base que no se suele mencionar, pero de ninguna manera podemos olvidar, sobre su origen e inspiración, es que los conceptos e ideas que se reflejan en la Declaración Internacional de Derechos Humanos tal y como la conocemos se materializaron y solamente se hubieran podido materializar dentro del contexto de nuestra cultura europea y su desarrollo histórico a partir de los modelos grecorromano y judeocristiano.

El hecho que nos debe quedar meridianamente claro es que los Derechos LGTBIQ+ son Derechos Humanos y, aunque la carta original no los menciona explícitamente, sí han sido reconocidos y consolidados a lo largo del tiempo por la misma ONU y por una serie de leyes de protección de nuestros derechos promulgadas en los últimos años en una gran parte de países del mundo, junto a una normativa general como son los Principios de Yogyakarta (2006), una serie de principios legales que indican cómo se debe aplicar la legislación internacional de Derechos Humanos a las cuestiones de orientación sexual e identidad de género, y que ratifican una serie de estándares que todos los estados deben cumplir.

Desgraciadamente, en estos todavía principios del siglo XXI, la situación de los Derechos Humanos atraviesa un momento muy delicado a nivel universal. Desde hace ya tiempo estamos conociendo y experimentando en los países de Occidente una curiosa laxitud a la hora de identificar y defender nuestros verdaderos intereses, los cuales nos aparecen fundidos en un viscoso magma relativista en el que toda opinión y toda política derivada de ella es válida, y aquéllas que cuestionen y ataquen los principios de identidad europeos y occidentales (y los Derechos Humanos van incluidos en este pack) parecen ser ahora mismo, en base a un estúpido sentido de "culpa" que late en el gen de la inmensa mayoría de nuestras izquierdas, las obligatoriamente defendibles. 

Una laxitud unida al advenimiento de una recesión económica y cultural de alcance internacional, las cuales han propiciado ese mismo cuestionamiento artificial en la mentalidad de una gran parte de la ciudadanía y formado el caldo de cultivo idóneo para propiciar además, como reacción global, el ascenso de una serie de ideologías y políticas reaccionarias no deseables. 

Extremismos con ínfulas totalitarias que surgen y se venden como "remedios milagrosos" contra este malestar de época, tales como lo son el advenimiento a nivel mundial de una nueva reencarnación de los viejos totalitarismos ultraderechistas y de otros signos ideológicos que creíamos felizmente superados junto a la resurrección y potenciación de viejos sentimientos ultranacionalistas de diverso calado, todo ello imbricado a la resurrecta expansión de ciertos cultos y sectas religiosas fundamentalistas de todo tipo muy activas políticamente, entre los que resaltan por su especial actividad y virulencia la multinacional evangélica y, en el extremo opuesto, extremismos islámicos vendidos al por mayor como la consolidación de identidades nacionales y económicas opuestas a Occidente. 

Creencias contaminadas por la política, para las que los países occidentales y la herencia europea hemos quedado reducidos a un políticamente útil espantajo colonialista, explotador y, también, paradójicamente y desde la perspectiva del secular atraso de las comunidades que profesan estas ideas, los representantes de una suerte de abyecta decadencia moral. Mitologías fundacionales y estrategias de creencia que se reactivan y florecen en países y ambientes paupérrimos y marginales económica y culturalmente, todo ello unido además a un inusitado florecimiento universal de negacionismos y conspiracionismos irracionales que, en esta propiciada estrategia de la alienación, se atreven a cuestionar todos los principios científicos que conforman el Mundo tal y como lo conocemos. Fanatismos varios, resentimientos de todo calado manejados oportunamente, que convierten a quienes los profesan en soldados adoctrinados en esta novísima y variopinta armada del caos.

La tierra es plana, el cambio climático no existe, la pandemia de covid-19 fue un engaño y el hombre nunca fue a la luna, ejemplos típicos de esa "cultura" mediática del pensamiento mágico que los fundamentalistas de la conspiración consideran mentiras del "poder" para controlar nuestras mentes, y no sé qué más. Y las personas LGTBIQ+, las mujeres, el inmigrante, en resumen, el diferente, hemos sido constituidos en pieza fundamental de este rompecabezas de pensamiento irreal y fanatizado, las culpables de todos sus males, la víctima propiciatoria a inmolar en esta nueva celebración de la más rastrera y zarrapastrosa alienación.

Ahí, pues, tenéis al enemigo: una maquinaria gigantesca, un terrorífico Moloch de múltiples cabezas, la mayoría de ellas enfrentadas y devorándose entre sí, las cuales en su totalidad configuran toda una ceremonia orgiástica del caos y la irracionalidad, la cual amenaza con arrastrar y aniquilar a nivel mundial todo principio y reducto de ética y razón. El advenimiento de una nueva Edad Media propiciada para su único beneficio por las minorísticas élites económicas que fomentan y manejan como verdaderos instrumentos quirúrgicos el control goebbelsiano de todas las teclas políticas, la aniquilación del estado de bienestar, el fomento de la ignorancia, la desculturización y el enfrentamiento, utilizando como siniestra comparsa el obsceno circo distractivo formado por redes y mass media.

Y, dada la situación extrema en la que vivimos ahora mismo, contra esa irritante debilidad por la utopía de ciertos folclóricos y extraviados progresismos, tenemos que señalar, siendo del todo pragmáticos, el flagrante delito moral que significa postergar un solo Derecho Humano o disculpar cualquier falta o ataque contra ellos en favor de una mal entendida multiculturalidad, o también esa estrategia tan frecuente y utilizada en estos días como es sacrificarlo a la conveniencia coyuntural de un programa político local (las personas trans sabemos mucho de esto), o la actitud del todo hipócrita y suicida de rebajarlos dialéctica y políticamente a la misma altura de otros modelos inferiores, potencial o directamente dañinos para el bienestar del Ser Humano. 

En todo pretendido diálogo ético con otras culturas, filosofías e ideologías políticas que no los contemplen, debemos partir siempre desde la realidad tácita de esta superioridad y tener claro que los Derechos Humanos son, a nivel social y deontológico, la intocable línea roja que jamás se puede ni se debe cruzar o permitir ni apoyar que otros la crucen. De hecho, en la actualidad y para quienes esto todavía les importe un poco, el respeto a los Derechos Humanos, junto al respeto a nuestro Planeta y a los otros seres que lo habitan, constituyen la única y verdadera barrera diferencial entre esos dos conceptos a los que hemos dado en llamar Bien y Mal.

Continuará en la segunda parte de este artículo.

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