Después de mucho resistirme, he dado mi brazo a torcer. Veo series, como casi todo el mundo. Debo decir que tengo buen gusto al elegirlas. Soy fan de ‘Downton Abbey’. La historia de los Crawley me tiene atrapado. ¡Lo que hubiese dado por trabajar para unos condes ingleses!
Lacayo es una palabra muy bonita, mucho más que ciudadanía y empoderamiento. Según los académicos vetustos de la RAE, lacayo significa, entre otras acepciones, “criado de librea cuya principal ocupación era acompañar a un amo en sus desplazamientos”.
Bien mirado no era mal oficio, un privilegio si lo comparamos con ser repartidor de Glovo o mozo de almacén para el calvo de Amazon. Si hubiera vivido en la Inglaterra de la época eduardiana, al principio del siglo XX, me hubiera gustado entrar al servicio de Robert Crawley, conde de Grantham, y de su familia. Robert y su esposa Cora son protagonistas de la serie Downton Abbey, que ha sido llevada al cine en dos ocasiones. El segundo estreno fue en abril. Aún está en cartelera.
Admito que me he convertido en un yonqui de esta serie británica que se emitió, por primera vez, en el canal ITV, allá por septiembre de 2010. Desde entonces Downton Abbey ha alcanzado audiencias de diez millones de telespectadores en Gran Bretaña y Estados Unidos. Aquí se puede ver en TVE, Netflix y Amazon Prime.
“Yo, que tanto despotriqué contra las series televisivas en defensa del cine, me tengo que tragar mis palabras. Una vez más”
Lo reconozco de nuevo: estoy enganchado a una serie en la que sus creadores han tenido el mal gusto de que todos los actores sean blancos. Voy por la cuarta temporada. Yo, que tanto despotriqué contra las series en defensa del cine, que censuré a los clientes de Netflix y HBO, me tengo que tragar mis palabras. Una vez más. No me importa gran cosa porque es conocida la flexibilidad de mis opiniones.
Paso todas las noches siguiendo la historia escrita por Julian Fellowes, guionista a su vez de Gosford Park, película de Robert Altman que retrataba también la convivencia de dos mundos —el de los amos y el de los criados— en la Inglaterra de principios del siglo pasado.
Si ha habido alguna noche que por problemas técnicos no he podido ver a la cínica condesa viuda de Grantham, interpretada magistralmente por Maggie Smith, y al matrimonio Bates (Anna y John), he creído morir. No exagero: los yonquis somos así. Necesitamos acudir al mercado negro a por nuestra papelina diaria. La realidad es horrorosa, y hay que evadirse de alguna manera.
Downton Abbey ha hecho que me vuelva a sentar delante de un televisor cubierto de polvo. Hace mucho tiempo que esto no ocurría, creo que desde los tiempos de Yo, Claudio y Retorno a Brideshead, dos series que son, como Downton Abbey, de factura británica, lo que explica en parte su gran éxito.
Los personajes de Downton Abbey viven en una mansión propiedad de los Crawley, en el condado inglés de Yorkshire. Comienza en 1912, antes de que los valores encarnados por Robert, el patriarca de la familia, se derrumben con la I Guerra Mundial. En nuestra época asistimos a algo similar, y algunos, como le sucede al conde de Grantham, sentimos dolor por el hundimiento del mundo que nos vio nacer.
La serie dirigida por Brian Percival explota la nostalgia al hablar de un pasado lejano, pero introduce asuntos actuales como la guerra, el feminismo, el poder corrupto de cierta prensa, la discriminación de los homosexuales… Otro de sus aciertos.
Huelga decir que la mayoría de los actores son guapísimos —incluso algunos de la servidumbre—. Las localizaciones son soberbias, al igual que el vestuario. Hasta los lacayos Alfred y Jimmy están imponentes con sus libreas, siempre bajo la mirada escrutadora del señor Carson, el mayordomo de rostro ceñudo y nariz aguileña, que nos cae muy simpático por sus ideas extremadamente conservadoras.
Si hubiera posibilidad de regresar al pasado, me presentaría a ese mayordomo, avalado por una excelente hoja de servicios, intachablemente falsa, para ser el tercer lacayo de la casa. No habría nada que me hiciera más feliz. Alcanzaría la dicha chismorreando sobre la gélida y bella lady Mary, flirteando con Thomas Barrow y bailando con la pequeña Daisy, la ayudante de cocina. Y me pondría a salvo de las trampas de la señora O’Brien, la malvada del cuento que nos dejó. Porque en esta serie, como en la vida misma, los hay muy malos, de una maldad cautivadora.
Un día de estos iré a ver la película Downton Abbey: una nueva era a un cine del centro. No quiero que penséis que he traicionado al cine por las series. El cine es mi esposa, y series como Downton Abbey, que tienen el encanto fugaz de lo novedoso, son amantes pasajeras. La vida de los Crawley pasará como pasan todas las amantes, pero habrá dejado una huella indeleble en mi memoria, como la de Derek Jacobi interpretando a un emperador romano, tartamudo y aparentemente lelo, en aquella serie inglesa inspirada en una novela de Robert Graves.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame