Caja Negra publica esta novela que nos arrastra a través de la oscuridades de una sospecha que se esconde al final de la madriguera del conejo blanco
MURCIA. Una sensación de ahogo leve que no remite, un escalofrío recurrente de baja intensidad, una incertidumbre oleosa que se agarra a los músculos y vuelve nuestros movimientos menos precisos, más inseguros. Algo acecha en el horizonte. Está suficientemente lejos como para que todavía no podamos describir su aspecto con certeza, pero lo suficientemente cerca como para sentir la amenaza como algo muy real. Puede que incluso inevitable. En cualquier caso, seguimos hacia adelante, no por valor, sino por inercia. A medida que recortamos la distancia contemplamos la posibilidad de desviarnos de la trayectoria de colisión: si giramos un poco ahora, con suerte evitaremos el encontronazo fatal. Allá, a no mucho tiempo en el después o en el mañana, la figura gana en nitidez. Aguarda paciente, creemos vislumbrar una línea que bien podría ser una sonrisa. Nos está esperando. Parece relajada, parece tener la situación bajo control.
Nosotros no sabemos nada de sus intenciones, pero el viento trae un aroma inquietante, salvaje, cruel. No nos detenemos: caminamos. Tratamos de convencernos de que quizá estemos exagerando; al fin y al cabo es solo una forma borrosa tras el filtro azul que cubre las montañas en el fondo del paisaje. Sin embargo, no somos capaces de sacudirnos de encima el malestar. ¿Sabremos defendernos, llegado el caso? No. Entonces caemos en la cuenta: la gente saca pecho hablando de bizarría en situaciones límite, pero la realidad es que la mayoría es un gran rebaño rumbo al matadero. ¿Qué haremos si cae el frágil muro del pacto social, si las correas de los perros del odio se deshilachan finalmente y ya nada se interpone entre ellos y nosotros, entre su rabia terminal y nuestra normalidad indefensa? La idea ha hecho presa en nuestro pecho y no nos abandona. Avanzamos hacia un futuro de dolor confiando en que las viejas fórmulas funcionen, pero ya no funcionan. Lo apostamos todo a una providencia humana que detendrá al mal para que triunfe aquello a lo que llamamos, con algo de ingenuidad, el bien.
¿De veras podemos confiar en que sucederá tal cosa? La experiencia no es halagüeña en ese sentido, como tampoco lo es el relato que construye Hari Kunzru en Píldora roja, novela publicada por Caja Negra con traducción de Damián Tullio: un descenso a la paranoia en tres actos que comienza con la estancia en una residencia creativa a orillas del lago berlinés de Wannsee con un estricto código sobre la vida pública, sigue con una conversación sobre un pasado punk en la Alemania del Este y de la Stasi, y concluye con un encuentro desasosegante con la alt-right internacional e internáutica, memética y mística, y la caída final en la locura que reside al fondo de la madriguera del conejo blanco. La referencia a la píldora roja indica el camino a la revelación o a la extrañeza en esta historia oscurísima en torno a una idea, una intuición, una sospecha que obsesiona: la sensación de estar a punto de caer en una trampa.
Una de las virtudes más destacables de la novela de Kunzru es su capacidad para atraparnos desde el primer momento en su atmósfera de thriller sostenido, en la que poco a poco comienzan a manifestarse elementos que apuntan a que algo efectivamente no va bien, y que amplifican el temor paranoide de un protagonista que por otro lado, nunca deja de creer en que un gran peligro nos espera con las fauces abiertas al otro lado de las decisiones que ahora tomamos, de los abusos que hoy permitimos: “La medicación, un ambiente agradable y la relativa ausencia de fuentes de estrés contribuyeron a que recuperara el control de mis sentimientos. No pasó lo mismo con mi perspectiva sobre el mundo. Nunca hablé sobre el futuro inhumano que Anton quería concretar o sobre esa sensación que tuve, incluso antes de conocerlo, de que todos íbamos camino al desastre. Entiendo que mi reacción fue exagerada, que me quebré ante el miedo, que fallé. Pero nada en mi tratamiento hizo que mi visión al respecto cambiara. Mis médicos eran, para el caso, garantes del statu quo. Su trabajo se sostenía sobre la creencia de que el mundo es tolerable, y cualquiera que no lo crea así debe ser persuadido o incluso medicado para que lo acepte. Pero ¿y si no fuera así? ¿Y si la única reacción razonable fuera gritar horrorizado?”. Nadie es inocente, salvo quizás unos pocos.
El terror del protagonista de Píldora roja tiene otro componente, la convicción de que uno no podrá proteger del desastre a sus seres queridos. Las ideologías del odio marchan y por donde pasan ya no crece la verdad, solo un manto mohoso de conspiranoias, mitología descontextualizada, pensamiento mágico, memes venenosos y violencia: “Sabía que si le confesaba a Rei que intuía un futuro apocalíptico, la asustaría, incluso si —especialmente si— ella no creía ni una palabra de mi premonición. Se asustaría por lo que eso significaría sobre mí o, por lo menos, la asustaría más de lo que ya estaba. Temía que confundiera mi propia fragilidad —de la que yo mismo era, digamos, demasiado consciente— con el contenido del mensaje. Necesitaba que entendiera que el problema serio no era mi salud mental, sino el estado de situación global. El peligro era real, objetivo. No había garantía alguna de que la flecha de la crisis, que siempre había apuntado en otra dirección, lejos de nosotros, hacia otras familias y otros países, no pudiera de pronto girar y señalarnos. Quería decirle que no debía preocuparse por mí, tenla que enfocar su energía en prepararse y preparar a Nina para lo que se venía”. El final de la historia es apoteósico, muy inteligente: asistimos a la destrucción agónica de una mente obsesionada, para a continuación reubicarnos, acompasar la respiración, y darnos de bruces con un final digno de un comienzo de American Horror Story.