Diciembre se enfría por fin, hace que el invierno se parezca de una vez al invierno y no a un ocaso de jubilados en Florida, una piedra en el zapato, un petroglifo, cualquier cosa alejada de la estación navideña. Vuelvo con Noa del río y soy feliz de haber vigilado el panel de nubes oscuras, haber hecho burbujitas con mis suelas en el lecho de hojas, haber reñido a la perra por beber de los charcos. Cuando llego a casa ya sé que no quiero cambios en mi vida, sólo cruzo los dedos para que las cosas se parezcan a las cosas que siempre tuve alrededor, firmo por un empacho de aburrimiento y repetición, soy más zen a medida que el futuro se presenta mutante y arisco. Pronto será navidad y me siento más preparada para resistirla porque se va a parecer por fin a la navidad genérica, con sus colas, sus altavoces y sus digestiones trabajosas, con obediencia ritual al mandato de ser bueno y ser feliz.
Para mucha gente, sin embargo, que la navidad se parezca a la navidad es precisamente lo que les parte en dos hasta el siete de enero. Cuántas veces he escuchado en consulta aquello de “ojalá me trague la tierra hasta que pasen los Reyes”. A menudo son mujeres que se duelen de quienes ya no están o se revuelven cuando reciben al que no desean en su mesa. Mujeres que igualmente dibujarán una sonrisa en la cara y recibirán a su tropa secándose las manos en un trapo de cocina, engalanadas o envueltas aún en el aroma que traen de la cocina. Posarán entre brillos metálicos, inclinarán estudiadamente la cara junto a los suyos, regalarán armonía. Annie Ernaux, que pone voz al delicioso documental Los años de Super 8 (armado por su hijo a partir de películas familiares), habla del halo de frustración y violencia que había detrás de los encuentros felices grabados por su marido, quien necesitaba contarse que todo estaba en su sitio, hasta los muebles. En la cinta desfilan escenas domésticas intercambiables con las nuestras, mismo atuendo setentón y mismas muecas frente al objetivo. La peli enseña a los hijos de la Premio Nobel jugando bajo la tutela tranquila de los adultos, son imágenes mudas pero su voz nos revela la historia profunda, la que no se luce, la que sólo se transparenta en la memoria de quien la ha vivido pero no en el álbum de fotos.
La industria farmacéutica lo sabe bien: este es el mes que hace caja con ansiolíticos y antidepresivos. El recuento de suicidios, que no se traduce en euros sino en desdicha, señala a diciembre con el dedo porque se aglutinan los decesos por suicidio en hombres (que son quienes se matan, en proporción 3:1 respecto a las mujeres). La última estadística del Observatorio del Suicidio en España habla de una nueva cifra histórica en 2021, con 11 suicidios al día. La curva no para de subir desde que empezó el siglo (18 % de aumento) y escala especialmente a partir de 2012 y con la pandemia. La parte dramática de la curva es la que implica a los jóvenes, recién incorporados al recuento (los menores de 15 nunca habían superado las 14 defunciones y el año pasado fueron 22). En la última etapa de la vida es más difícil construir sentido, imaginar futuro, ¿en la primera también?
Escucho a los chavales quejarse de lo mucho que los rompe el mandato de ser feliz “ahora que puedes”. Eso no se cuela en ningún anuncio ni en las redes, es la realidad velada de tener menos de treinta. Lo escucho con impotencia porque la idolatría de la juventud se ha hecho canónica y desatiende lo que significa no haber aprendido aún a calmarse, a conectar con quién es uno, a encajar los propios límites. Deben ganar torneos de felicidad, potencia y aventura sin haber hecho ni un cursillo. Se promociona la intensidad sin prospecto ni advertencias (“las emociones intensas suponen un riesgo para su salud”, debería decir, como en las cajetillas de tabaco). Está feo hablar de la infelicidad que conlleva ser una persona en construcción y tironeada por necesidades ajenas, deseos impropios, imposturas diversas. Está feo afear la inmadurez pero se le exige el goce supremo. Una legión de adolescentes hoy mismo sólo ven ante sí una suma anémica de jornadas escolares y exámenes súper exigentes, encuentros fugaces con sus iguales en los que los somete el miedo y los complejos, ni siquiera saben nombrar lo que les pasa cuando les pasa y el vacío es lo que más permanece en su noria emocional. Tom Hanks, en una entrevista reciente, daba un titular: Los 60 son los nuevos 35, somos muchos los que lo pensamos. Entiendo de qué habla, me encantaría estar cerca de su momento. Aspiro a que algún día las expectativas de los demás no me rocen pero debo envejecer más para ello, perseguir solo las cosas que realmente me muevan, apreciar los colores reales de la vida porque ya no me quede tanto tiempo para hacerlo. Eso es inasequible para un chico o chica que sonría a la cámara en sus selfies navideños.
Retiro el barro de sus patas y le doy el pienso a la perra. Hermosa intrascendencia. Albert emboca el lunes con trancazo y me espera hundido en el sofá, pronto está falcado entre Noa y el gargajo que sube y baja y no acaba de liberarse. Ayer la sacó al parque y encontraron una pelotita rosa. Cuando lo dice me sé dichosa. Una pelotita rosa. La vida se reduce a esos nudos, me digo, esos instantes de ecuación resuelta sin mucho rodeo. Me gusta que le acaricie el lomo y que no sepa si su interés en él es realmente cariño o ansia porque le deje rebañar el yogur. Quiere que no me vaya, que deje mi Bitácora para otro rato. En los instantes que nadie mira es donde se cuela la trascendencia, advierto. Renuevo el bebedero de la perra y me propongo arponear lo que he sentido, el eco de los sencillo, has bajado a la perra, sí, no, mira si tiene agua en el cuenco, una pelotita rosa. Lo que hay detrás del juego de máscaras. Quédate conmigo. Ya no queda Bisolgrip, ¿bajarías a la farmacia? De pronto sé que lo más épico del día, la gran batalla, contiene un comando sencillo y una renuncia que duele poco. Cuidar al hombre que me quiere. Cuidar y querer, ser un poco enfermera, un poco madre, un poco amante. Mandarle un beso desde el marco de la puerta porque voy a por un test de antígenos y no me atrevo a acercarme. Dejar todo esto escrito, si acaso, pero nunca en un álbum ni en un vídeo familiar alrededor del árbol. Brindemos por esos instantes fuera de foto.