La capital de la región de Campania es inclasificable, pero, por eso mismo, es una ciudad que no deja indiferente
MURCIA. Algo tiene Nápoles que no deja indiferente a nadie. Solo basta recordar las famosas palabras de Goethe —"Ve Nápoles y, después, muere"— o los elogios de Stendhal, que incluso llegó a decir que "Nápoles era la ciudad más bella del universo". Una fascinación de la que soy ajena, pero que espero descubrir en mi visita, motivada por esa curiosidad que han despertado en mí quienes ya la han visitado, pero, sobre todo, por mi deseo de conocer Pompeya y Herculano. Todo a su debido tiempo, porque ahora el reto es llegar al alojamiento. Mi idea es coger el autobús, pero termino en un taxi compartido que, espero, me lleve hasta la estación de autobuses. Una mujer ha hecho los deberes —no como yo— y me explica que es el mismo precio que el autobús (cinco euros por persona) y más rápido. Me lo cuenta mientras compruebo que, ciertamente, conducen fatal y, en este rato, he visto tales infracciones que nuestras arcas municipales se pondrían las botas de tanto recaudar.
El taxi me deja en el sitio acordado y, desde allí, voy caminando hasta mi alojamiento. Me han repetido tantas veces que Nápoles es una ciudad peligrosa y con muchos carteristas que voy mirando y escondiendo el móvil, sobre todo al cruzar los pasos de cebra, pues los coches pasan, sin inmutarse, del color del semáforo. Llego a mi destino y compruebo tres veces que estoy en el lugar adecuado, porque parece un edificio a punto de declararse en estado de ruina. Pero sí, ese es mi hogar para estos días; cuatro, concretamente —tres para Nápoles y uno para Pompeya y Herculano—. Entro con curiosidad y me llevo otra sorpresa: el ascensor funciona con monedas —de diez céntimos, por si te lo preguntas—. La aventura ha comenzado antes de lo que creía. Y va a seguir, porque ya estoy preparada —creo— para sumergirme en el caos de la ciudad.
Lo primero que me llama la atención son los mercadillos de fruta, verdura o ropa en cada esquina, y la ropa tendida en los balcones, mostrando sin tapujos sus camisas, ropa interior y pantalones. También, que todas las calles están decoradas con cintas de color azul y blanco que van de lado a lado, además de banderines de los jugadores del Napoli y otras que pone «Napoli campione in Italia» junto al número 3. ¿Habrá ganado algo el Napoli? Pregunto a Google y compruebo que está primero en la liga y a muchos puntos de distancia del segundo, pero la última liga que ganó fue en la temporada 1989-1990. Vamos, que aquí lo de celebrar después de ganar… Y sí, el espíritu de Diego Armando Maradona se respira por toda la urbe, con banderolas, bustos de cartón… Y eso que aún no he llegado al barrio español, donde está su altar. Ese fervor capta mi atención, pero también la cantidad de gente que hay en las calles y aun así, las motos circulan sin inmutarse, sabedoras de su poder frente a inocentes turistas. Esquivar motos con cuatro ocupantes y a veces sin ningún casco ni protección es el deporte de riesgo de estos días.
Una ciudad que bajo mis pies alberga otra ciudad subterránea, creada por los griegos como depósitos subterráneos de agua y ampliada por los romanos para construir la ciudad, pues de ahí extraían la roca. Unos túneles que durante la Segunda Guerra Mundial fueron la salvación de más de 200.000 personas, que se refugiaron en ellos. Luego quedaron en el olvido y fueron, dicho llanamente, el vertedero de la ciudad, porque se llenaron de motos desechadas, coches antiguos, tanques de agua o estatuas. Todo esto lo leo mientras hago cola para acceder al Napoli Sotterranea, que está junto a la basílica de San Paolo Maggiore. Tengo suerte y en veinte minutos estoy ya dentro y descendiendo cien escalones para llegar a los cuarenta metros de profundidad. No sufro de claustrofobia, pero puedo entender que la gente lo pase mal, pues los túneles apenas tienen setenta centímetros de anchura y los recorres con la luz del móvil.
Al salir, el guía nos lleva a una casa con muebles y electrodomésticos de la época (finales de los años setenta) y, de repente, empuja la cama y se abre una compuerta con unas escaleras que descienden hacia el sótano. Al bajar veo los cimientos de un teatro grecorromano en perfectas condiciones y, arriba, el salón de la casa. Por cierto, fue aquí donde, en la puesta de largo de Nerón, el Vesubio entró en erupción y el emperador impidió que la gente se marchara hasta terminar su canción porque «eran los dioses que le aplaudían». Al salir miro atrás, incrédula de que el teatro esté literalmente incorporado a los edificios modernos.
Recorro la Spaccanapoli, una de las principales arterias turísticas de Nápoles y donde están algunos de los edificios más importantes: la iglesia del Gesù Nuovo, con su inconfundible y oscura fachada almohadillada, el complejo de Santa Clara, la capilla de San Severo o la basílica de San Lorenzo Maggiore. En algunos de ellos entro, en otros iré mañana porque están a punto de cerrar.
Como no podría ser de otra manera, el día termina con una pizza napolitana, declarada patrimonio inmaterial de la humanidad en 2017, así como el oficio de pizzaiolo. Me recomiendan el restaurante Da Michele y Da Sorbillo, así que me voy directa hacia allá. Eso sí, me toca esperar cuarenta minutos para tener una mesa. Ha merecido la pena, porque la pizza está riquísima.
El día amanece nublado, pero sin riesgo de lluvia. Visito el complejo de la basílica de Santa Clara, construido sobre unas antiguas termas romanas. Destaca su claustro, con un jardín clasicista en el centro, pilares octogonales decorados con paneles de azulejos y algunos asientos también ornamentados. Muy cerca está la iglesia de San Severo, donde se encuentra el Cristo Velado, del artista Antonio Corrandini, pero, por desgracia, no quedan entradas para estos días.
Nápoles es una ciudad de contrastes, como aprecio en el barrio de Vomero, repleto de palacetes y de mansiones rodeadas de jardines. Cuando llego, después de subir no sé cuántas escaleras —también se puede ascender en funicular— pienso que no estoy en Nápoles, porque se respira otro aire y no hay ese caos permanente de la ciudad. Aquí se sitúa el castillo medieval de San Elmo, donde lo más interesante son las vistas al golfo de Nápoles, con el imponente Vesubio y la isla de Capri. Junto al castillo, está el monasterio cartujo de San Martino, que hoy alberga una interesante exposición de pesebres, carruajes y esculturas.
De aquí bajo andando de nuevo, directa al barrio español y al mural de Diego Armando Maradona, de 1990. Al llegar al barrio de Forcella guardo el móvil porque el gentío me indica que estoy cerca. No exagero si digo que hay doscientas personas allí reunidas cantando «Oh mama mama… ho visto Maradona» y acercándose al altar, al que llego entre codazos y algún pisotón. Hecha la foto, desciendo por el barrio español, entre grafitis del Pelusa, vecinos charlando en sillas de plástico, coches que ni sé cómo han llegado allí y un ambiente que es mejor no descubrir cuando cae el sol. En una de esas calles repongo fuerzas, casi ensimismada por todo lo que ocurre a mi alrededor, con el trajín de la gente comprando en las tiendas de barrio, incluso sin bajarse de la moto.
Regreso a la calle Toledo para ver la galería Umberto, que me recuerda a la de Milán, y la plaza del Plebiscito, con la basílica de San Francisco de Paola destacando a un lado y, al otro, el Palacio Real. Hay una exhibición, así que me quedo con ganas de aceptar el reto de la reina Margarita que, una vez al mes, daba la gracia al prisionero que lograra cruzar la plaza con los ojos vendados y pasar por las dos estatuas ecuestres. Sigo en dirección al mar, viendo el Castillo Nuevo y paseando por el paseo marítimo.
Para cenar regreso al centro. Hoy juega el Napoli contra el Milán y toda la ciudad está en la calle viendo el fútbol. No ha podido ser y el Napoli ha perdido. Hay alguna lágrima, pero la noche es larga y, en los bares, la música ya suena fuerte. Yo regreso al alojamiento. Mañana volveré a disfrutar de esta caótica ciudad. También me queda por delante Pompeya y Herculano, que era mi motivo principal de la visita… Aunque, ahora, me uno al sentimiento de Stendhal, Goethe y de tantas personas más que se han quedado prendadas por esta ciudad.
Una de las cosas que puedes hacer en Nápoles es descubrir un antiguo culto napolitano en la iglesia de Santa Maria de las Almas delle Anime del Purgatorio, ubicada en la Via dei Tribunali. Esta iglesia alberga un hipogeo antiguo y un culto que data de 1600, cuando la iglesia propuso el cuidado de las almas de los muertos como una de las principales prácticas religiosas, para establecer, a través de oraciones y misas, un vínculo litúrgico entre los vivos y los muertos.
Otra de las opciones es visitar las catacumbas. En Nápoles existen tres catacumbas: San Gennaro, San Gaudioso y San Severo. Para visitar las de San Gennaro hay que ir al barrio Sanità, concretamente a la basílica de la Madre del Buon Consiglio. La visita es guiada —once euros y en inglés o italiano— y en ella descubres la historia de las catacumbas, que abarcan 5.800 m² y, al margen de recorrer miles de nichos, encuentras también frescos de la época.
En avión. La compañía Ryanair vuela directo desde València. La frecuencia semanal es martes, jueves, sábado y domingo.
Consejo: Reserva con tiempo las entradas para ver el Cristo Velado, porque se agotan fácilmente.
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