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tribuna libre / OPINIÓN

Maquiavelos provincianos

2/07/2023 - 

La mentira forma parte de la condición humana, y algunos afirman que sería difícil vivir en una sociedad donde se dijera siempre la verdad. Es decir, todos deberíamos practicar la ética kantiana, el llamado "imperativo categórico". De tal manera que nuestro comportamiento debe regirse por aquellos valores que son objetivos y universales, válidos para todos los seres humanos por cuanto representan las normas de lo que es el bien racional absoluto. Es la razón y no las pasiones la que nos debe guiar para establecer el bien del mal. La ética, por tanto, no depende de nuestras experiencias ni del utilitarismo de nuestra voluntad. No podemos actuar para recibir una recompensa ni por el temor al castigo sino por lo que es adecuado, por encima de cualquier circunstancia. No puede estar diseñada, como planteaba Aristóteles, para identificar el bien con la felicidad: "Obra solo por aquella máxima que pueda convertirse en ley universal".

"aquellos que dicen que son muy sinceros y siempre dicen la verdad están posiblemente mintiendo"

Esta manera de entender la ética ha sido rebatida por otros autores. Hegel, por ejemplo, la acusaba de antihistórica ya que la razón objetiva puede cambiar según las circunstancias culturales, lo justo o injusto no puede determinarse de manera abstracta, y ser ajena a toda contingencia empírica. La moral estaría determinada por la voluntad de una comunidad que decide, de acuerdo con sus tradiciones, lo que es bueno y lo que es malo. Es, en última instancia, el pueblo quien determina los valores y de ellos nace el derecho que establece la legalidad de nuestras acciones. De ahí que resulta imposible establecer normas a priori universales. Otros autores también consideraron inútil el imperativo categórico racionalista no era la única fuente para establecer los principios éticos. La voluntad de poder en Nietzsche o el egoísmo en Schopenhauer determinan, por ejemplo, la maldad o bondad de las acciones humanas. Tal vez la dinámica social podrá a la larga construir principios que afecten a toda la humanidad y sean aceptados universalmente, como lo intentó la Revolución Francesa y los derechos humanos universales que proclamó la ONU.

Pero la realidad de la vida cotidiana nos lleva a situaciones diversas. ¿Debe un médico informar al enfermo que le quedan seis meses de vida? ¿Debemos cortarle la ilusión a un niño y desvelar quienes son en realidad los Reyes Magos o Papá Noel? ¿Es bueno decirle a un hombre o mujer que su físico es feo y desagradable porque no responde al estándar estético vigente? ¿Quién no ha dicho alguna vez "no me pasa nada, estoy bien"; "esta será mi última copa"; "no me di cuenta de tu llamada"; "tuve un problema con el coche y no pude avisarte"; "sí, salí con ella o con él pero no pasó nada"; "la veo solo como un amigo o una amiga"? Y podríamos seguir, porque aquellos que dicen que son muy sinceros y siempre dicen la verdad están posiblemente mintiendo. Las relaciones sociales se sostienen, muchas veces, con pequeñas o medianas mentiras.

No pasa lo mismo cuando alguien ha cometido un delito y trata de ocultarlo buscándose coartadas, hasta que no tiene más remedio que confesar ante las pruebas presentadas. O cuando la mentira perjudica las relaciones personales porque representa una traición a la amistad. Pero el caso adquiere otra dimensión si se trata de políticos o personas con influencia social. De hecho, los sistemas democráticos suelen castigar las falsedades que a veces los políticos dicen en un ambiente local o nacional. Sin embargo, se aplican las excusas de Maquiavelo cuando se trata de temas de Estado que no conviene aventar por motivos de estabilidad social o seguridad pública, Y entonces el lenguaje se convierte en un eufemismo constante para paliar las posibles reacciones. 

No se le ocurrió a Macron decir que iba aumentar los años de jubilación en la campaña electoral, se limitó a señalar que había que reformar el sistema de jubilación. En 2011 Rajoy prometió una disminución de los impuestos, pero no pudo cumplirlo. Aznar señaló que no se debía pactar con los nacionalistas vascos o catalanes, y ahí está su entendimiento con el PNV, los pactos del Majestic y el descabezamiento como líder del PP catalán de Vidal-Quadras exigido por Pujol. ¿Y la OTAN, de entrada no? ¿Y la negación del director de la Guardia Civil, Roldán, negando que él se hubiera apoderado de dinero público? ¿Y el trasvase hidrológico prometido? ¿Y los nacionalistas catalanes afirmando, al principio, que no querían la independencia, solo una mejor financiación y mayores competencias? ¿Y nadie se acuerda de los conciertos vascos de los que todos se olvidaron porque en el fondo para eso sirvió ETA? ¿Y Zapatero diciendo que quería un Estado federal sin saber a qué federalismo se refería y alentando el cambio de los Estatutos o justificando su desatención de la crisis de 2008?

Ahora, cuando el periodista Alsina de Onda Cero ha resaltado en una buena entrevista las incoherencias de Sánchez por lo que prometió y después no cumplió, una cantidad de columnistas y tertulianos se han lanzado a señalar que a Sánchez solo se le distingue por sus mentiras, no por otras leyes que han posibilitado una mejora de las condiciones de vida de muchos ciudadanos, entre ellos los pensionistas y el salario mínimo. Únicamente destacan su afirmación y no cumplirla de no gobernar con Podemos, ni pactar con Bildu y ERC, ni tener la iniciativa de parar la 'ley del sí es sí', o aplicar los cambios legislativos sobre la sedición para favorecer a los independentistas catalanes. Todo ello, lógicamente, ha sido enfatizado por la oposición, y de hecho ha calado en el imaginario colectivo de muchos sectores. Lo que es siempre un triunfo de la democracia. 

En mi caso, como otros afiliados al PSOE, no comparto todas sus actuaciones ni las justifico, especialmente en lo que afecta a las políticas con los nacionalistas. Pero parecería que es el único en la Historia Mundial en prometer cosas que después no se han cumplido, sin recordar otros casos similares. Y no solo en España: nadie recuerda que De Gaulle pronunció ante la Asamblea francesa que nunca concedería la independencia a Argelia -y lo hizo-, o que Harold Wilson, el premier británico, dijo que nunca enviaría el Ejército al Ulster -y lo hizo-, o cuando Willy Brandt pronunció que jamás pactaría con la URSS -y fue el impulsor de la Ostpoliitik en 1966-. 

Las incoherencias forman parte de la vida política porque la dinámica histórica es cambiante y es necesario explicar esos vericuetos y justificarlos como en nuestra misma vida personal, cosa que Sánchez ha evitado y eses ha sido un gran error. Ahora bien, lo que no parece lógico es que en los casos de De Gaulle, Wilson, Macron o Brandt, junto con otros, se acepte que sus acciones están justificadas "por las circunstancias", mientras que a Sánchez solo se le atribuye el ego del poder, y en él no hay circunstancias, solo egoísmo y exaltación de su personalidad. En democracia la oposición tiene todo el derecho a exigir coherencia de lo prometido y criticarla si no existe, pero no parece adecuado justificar unas conductas y criminalizar otras por la entidad de los personajes. A todos les debemos aplicar el mismo rasero. Seguramente muchos opinadores y tertulianos no han leído, ni se han interesado por estudiar algo, solo un poco, de Kant, de Hegel, de Nietzsche, de Kierkegaard, de Rawls, de Habermas, etc., y tocan de oído aplicando un maquiavelismo provinciano, sin haberlo estudiado tampoco. Predominan sus emociones políticas y disonancias cognitivas, Y después proclaman que la política está degradada. Al menos que lean a Husserl, apliquen la fenomenología y lean Historia.

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