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BITÁCORA DE UN MUNDO REINVENTADO  / OPINIÓN

¿De qué hablamos cuando hablamos de salud mental?

1/05/2023 - 

A veces me aventuro con una definición de salud mental cuando me la pide un paciente, pero siempre dejo cosas fuera, me sale un traje a medida, su definición, la que señala aquello que le falta o le sobra a esa persona. Para colmo, quien la emite es un observador (yo misma) al quien también le sobra o le faltan cosas y no todas siempre ni al mismo tiempo. A algunos les destaco que abran la mente, a otros que la cierren un poco, a quien debería socializar mejor se lo recuerdo, a quien convive fatal con sus expectativas o no alcanza una tregua con el pasado o el futuro también: me suelo colar por ahí, por la brecha que me enseñan. ¿Qué es salud?, ¿es flexibilidad cognitiva?, ¿un buen afrontamiento social?, ¿un buen autoconcepto? Todo parece pasar por la narrativa, un relato interno que sea amable y esté sustentado en un cerebro sin averías. Algo más allá de la ausencia de enfermedad, digamos, capacidad de trabajar y de querer, si atendemos a Sigmund Freud. Apenas llevamos dos siglos preguntándonos qué cosa es la salud mental sin ensartar una definición que complazca a todo el mundo pero, a quienes trabajamos en el gremio, nos llueven las críticas porque aún no se ha aclarado este punto. ¿Qué cosa es la salud mental?, ¿es sinónimo de felicidad?, ¿depende de la memoria?, ¿del dominio de las expectativas?

Me lo pregunto mientras miro a mi padre y su demencia dormidos en su sofá favorito. La primavera está veraniega, más que veraniega sofocante, y yo lo miro deshacerse en el sueño y en el presente continuo de su Alzheimer, mutar en humano desalojado, viajar al incapaz sin memoria que ignora el viaje que ha empezado. Sin vuelta. Cuya vida mental se disuelve sin escándalo ni duelo. En ese mismo sofá relax de polipiel en crudo que fagocita a mi padre y a mí y al salón al completo. Odio el sofá, se me antoja un ravioli gigante, un mendrugo sin hornear. Una masa. No sabía que iba a ser la última estación de mi padre. No podía odiarlo igual hasta ahora.

“Lo entrevisto es mejor, y dura más, que lo visto”, decía Juan Ramón Jiménez. Lo entrevisto, efectivamente, da cuenta de lo real de una forma definitiva y excita mucho más la inteligencia, igualmente lo erótico incita a un viaje más largo que la pornografía. ¿Qué es lo que entreveo en mi padre en estos días en que su salud mental se evapora como un líquido puesto a hervir?, ¿qué es lo que entreveo en mí?, ¿por qué me asqueaba el sofá relax, su cualidad hortera, traidora, profética? El sofá se ha resignificado para mí, es el engarce perfecto y perverso de su apatía letal, la nave nodriza que secuestra a mi padre hacia otros mundos.

El apagado lento del Alzheimer da buenas pistas de cómo somos, qué nos sostiene, qué nos contamos. Son las cuatro de la tarde en el día más caluroso de abril desde 1988 y lo han dicho en la tele, debo dar fe porque hay registros. Lo han soltado varias veces mientras montaban imágenes de bañistas en la Malvarrosa y ya siempre asociaré este instante con él y con su sofá relax, yo que nunca veo el telediario, sólo cuando vengo a verle (la tele es la banda sonora de la gente mayor, de la gente que se despide). Está dormido, entregado del todo, igual que la perra entre mis piernas. Ambos tienen mioclonías potentes de sueño profundo y mi padre hace activarse los miles de muelles de su horrendo sofá relax color pan crudo con cada sacudida: me pregunto si son los gusanos del Alzheimer, su dibujo bajo la arena, como en los prodigiosos fotogramas de Dune.

He aprendido a desentrañar los hilos de la memoria en la gente y lo he hecho rellenando huecos con mi fantasía, a la manera que enseñó el maestro de Viena. Gustav Jung, su brillante discípulo, reivindicaba también la fantasía (defendía más bien a los introvertidos, esa estirpe de empanados a la que pertenezco): un asesinato empieza por imaginarlo, un viaje a la luna también. Para los primeros mentalistas del siglo XIX (psiquiatras, neurólogos, psicólogos), la escisión se abrió enseguida: hubo quienes se alinearon con el estudio científico del cerebro y quienes pusieron lo simbólico, lo entredicho y fantaseado en el centro. Los unos se jactaban de ser tratar algo real, los otros de tratar personas, que no circuitos. Cuando pienso en una definición de salud mental, pienso en recoger lo que se les transparenta a las personas antes de que hablen pero también en pegar el oído a lo que dice la química, las redes neuronales, el cuerpo.

Pienso en los médicos que han leído poesía, o se han dejado acariciar por las emociones de la ficción, reales como las que despierta su rutina. Los que se cultivan, conocen la gracia de una obra de arte, fantasean. Se piensan. En los nuevos planes de estudios (https://www.lavanguardia.com/vida/20230422/8913897/tolstoi-entra-medicina.html), las facultades de medicina están reintroduciendo humanidades: será maravilloso si además les dan tiempo para mirar a los ojos de sus pacientes. Imagino esa prodigiosa intersección de artistas y científicos y me digo que no estamos tan lejos de entender qué cosa es la salud mental. Pienso en Juan Ramón Jiménez limpiando cada verso, jugando con el eco que crea lo no dicho. Imagino el trabajo que ocupa a fotógrafos o arquitectos alrededor de la penumbra y la luz, el vacío y el lleno. Y sé de Freud tirando de su facultad de poeta para fijarse en la resonancia de las palabras y no en su literalidad, en la memoria como una ficción y no como una verdad documental. Sus detractores, como relojeros intransigentes, siguen siendo incapaces de leer en las nubes.

En La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, Siri Husvedt escribe sobre su experiencia en el diván y se pregunta cómo “una historia suplantó a la otra…” y se sintió más libre, tanto como para mirar la decoración de la consulta muchas sesiones después de la primera. Para advertir el caminar pausado de su doctora cuando salía a llamarla desde hacía años. Todo era igual para que el cambio en ella pudiera cobrar relieve. Para que las palabras cien veces dichas resonaran de pronto en su interior como sometidas a un diapasón. “Las siento ⸺añade⸺. Emiten un zumbido. Están vivas, algo ha cambiado. Es como si las palabras se me hubieran adherido por sí solas a los nervios, la piel y los músculos, hasta los huesos… como si estuvieran ancladas en lugar de hallarse suspendidas en el aire de la consulta”.

El sofá en el que veo hundido a mi padre y su demencia también se ha resignificado, a pesar de que lleva treinta años en el epicentro del salón familiar. Ahora lo vampiriza, lo deja seco, exangüe, como el almohadón de plumas del cuento de Horacio Quiroga. Debería llamar a alguien para que se lo baje hoy mismo al container.

Reescribir el mundo interno y el mundo externo, con toda su cacharrería pesada, sus fetiches, sus cortinajes, sus distribuciones de cocina y baño, su constelación de bultos aparentemente inmutables, es vivir. Es la vida que nos damos. Es la ecuación vida y tiempo, mente y tiempo. En el ensayo de Siri Husvedt, la autora compara la sanación por psicoanálisis con la sabiduría que otorga “lo particular”, o sea, lo vivo, lo alejado de las fórmulas abstractas, ideas que no se sienten ni viven. Lo equipara a la escritura de ficción. Es el conocimiento al que se accede a través del detalle, de una forma de hablar “repetitiva, indirecta, especulativa, incluso disparatada”. El reino de lo particular, donde nadie podría explicar con precisión cómo ha obrado ese relevo, esa ligereza ganada tras la cura. “Casi toda la escritura es inconsciente ⸺apunta la Premio Princesa de Asturias⸺ . No sé de dónde salen las frases. Cuando va bien sé menos que cuando va mal”. Igualmente, las terapias de tipo psicoanalítico no entran en el molde de la replicabilidad científica. No hay un solo terapeuta que dialogue como otro o como un algoritmo, que se pueda poner al lado de otro para entresacar cifras o escalas. Por eso no pasan del aprobado en los ensayos clínicos.

De pronto me he quedado dormida y una voz detrás de mí me sobresalta, me saca del sopor. Voces. Voces desde la nada. Quizá imaginadas, ¿reales? Pronto distingo la charla de un operario enérgico y locuaz subido a un andamio, hablándole a los ventanales mudos de nuestra fachada. No me giro, me basta con imaginarlo en su mono de trabajo, quizá con la barbilla manchada de pintura, alguien activo a pesar de los 34 grados y los 15 pisos, que habla desde el cielo que es para mí el cielo de mi adolescencia, de mis meses de mayo soñando el verano, el último parcial, la última convocatoria. Ese cielo que ya no es mío ni de nadie se ha llenado de sombras y coge del otro lao, Antonio, dale ahí, que vamos para abajo.... La voz del operario se mezcla con el motorcito que desplaza su andamio en dos dimensiones y todo se me antoja mudanza y reforma, picado y nueva capa en el cerebro de mi padre, en mi pasado, en mi historia profunda. Rasqueta en mano y a tope con las capas secas de pintura mala, con las grietas de la intemperie, con la deformación que otorga el tiempo, la luz que abrasa y el poniente que cuartea sin que el final de la sequía asome por ninguna parte.  

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