En las montañas de Serbia, donde el verde de los bosques es el protagonista, se alzan coquetos monasterios ortodoxos que son una puerta al pasado
MURCIA. Es momento de escapar del ajetreo de Belgrado para adentrarme por su naturaleza y descubrir la cultura que se esconde en sus montañas, pero también la riqueza de sus vinos, unos grandes desconocidos para nosotros. Es hora de coger el coche y conducir hasta el Parque Nacional de Fruška Gora, en cuyos valles se esconden monasterios ortodoxos, que datan de los siglos XV y XVI y fueron restaurados en el siglo XVIII. Todos ellos forman uno de los conjuntos histórico-culturales de estilo barroco más importantes de todo el país, y que han llevado a apodar a esta región la montaña Sagrada.
El viaje hasta el Parque Nacional de Fruška Gora dura aproximadamente una hora. Un trayecto en el que mi mirada no se despega de la ventanilla, observando un paisaje teñido por el verde de los tilos, que parecen alcanzar el cielo. No es difícil de imaginar que en su interior haya numerosas rutas senderistas. Pero este no es un viaje aventurero, sino más bien cultural y gastronómico.
Un trayecto en el que mi guía me explica que en los valles de Vojvodina había 35 monasterios ortodoxos serbios, de los cuales, hoy solo dieciséis siguen en pie, debido a varias conquistas, guerras y desolación. De hecho, durante las invasiones otomanas, los monasterios fueron desplazándose a los bosques de la montaña de Fruška Gora con la finalidad de pasar desapercibidos y salvarse de los constantes ataques turcos. Hoy esos monasterios se encuentran repartidos en una franja de cincuenta kilómetros de largo por diez kilómetros de ancho, lo que hace fácil su visita.
Unos templos religiosos que, en muchos casos, fueron saqueados y abandonados para ser restaurados posteriormente, incorporando elementos barrocos, principalmente grandes iconostasios, realizados por los principales artistas serbios.
En breve veré todo eso, pero sin detenerme en todos ellos, pues, como decía, además de sumergirme en el arte serbio y bizantino y en la arquitectura barroca, quiero adentrarme en los secretos de los vinos de la zona. Por ello decido visitar dos: el Monasterio de Krušedol y Grgeteg, ambos situados en los alrededores de Irig, así que los trayectos no son excesivamente largos.
El primero que visito es el monasterio de Krušedol, con su gran puerta roja de acceso, casi recordando a una fortaleza. Y en ese momento en el que voy a acceder me doy cuenta de que he cometido un error de novata: llevo pantalones cortos. Por suerte, mi guía en este viaje, Milica Lenasi, me deja una falda que me sirve de vestido. Así que, con unas pintas que mejor no describir, accedo al templo fundado por Brankovic, uno de los últimos déspotas de Srem, a principios del siglo XVI, aunque su construcción se extendió durante más de cincuenta años.
De la puerta exterior a la interior hay un gran jardín, casi bosque, y establos donde crían animales. Y es que, como en todos los monasterios, los monjes tienen dos funciones principales: pedir a Dios y trabajar-obedecer. En el espacio donde habitan los monjes, el olor a especias que sale de la cocina perfuma el jardín que rodea la iglesia, dedicada a la Anunciación de la Santísima Madre de Dios. El silencio es abrumador y solo veo a un monje cruzando las dependencias, hecho que sería una rareza en el pasado, pues en 1670, la hermandad de Krušedol era la más numerosa de todos los monasterios de Fruška Gora —había noventa monjes y doce ancianos—.
La fachada de la iglesia aún conserva detalles de la pintura mural del siglo XVI que debía cubrir toda la parte superior, pero que, debido a los conflictos bélicos y al paso del tiempo, hoy apenas se conserva un tercio —primero, fue saqueado durante la guerra austro-turca, y luego, durante la Segunda Guerra Mundial—.
Accedo a la iglesia en silencio, mimetizada por el entorno, y así me quedo, disfrutando de su singularidad arquitectónica y de esa fusión de estilos bizantino y barroco que convierte a estos monasterios en un patrimonio arquitectónico excepcional. Más allá de su estilo arquitectónico, destaca un impresionante conjunto de frescos del siglo XVIII, que representa la vida y pasión de Cristo, con un pantocrátor en la cúpula. Y me asombra un dato: durante la II Guerra Mundial fue utilizado por los croatas como cárcel.
El tiempo apremia así que pongo rumbo al segundo de los monasterios: Grgeteg, dedicado a san Nicolás. Al llegar, me sorprenden las campanas sonando, que me acompañan en el tramo que hay desde la primera puerta a la principal. Un camino rodeado de vegetación, en ese entorno que te invita a pensar y a olvidarte del bullicio de la gran ciudad.
Un monasterio en el que la historia se vuelve a repetir, pues durante la guerra austro-turca, el monasterio fue quemado y abandonado, pero a diferencia del anterior, la iglesia actual fue construida en el emplazamiento de la antigua, alrededor de 1770.
Como decía, mi intención es también conocer los vinos de esta región, así que pongo rumbo hasta la localidad de Sremski Karlovci. Lo primero que me llama la atención son sus amplias plazas con esbeltos edificios de corte austrohúngaro, fruto de la época de esplendor que vivió la ciudad bajo la dinastía de los Habsburgo, en los siglos XVIII y XIX. Lo segundo que capta mi atención es un edificio rojo, que luego descubro que es la Escuela de Gramática, donde a finales del siglo XVIII se empezó a estudiar serbio. De hecho, la primera escuela secundaria de Serbia se estableció aquí, en 1771. Muy cerca está la catedral de San Nicolás, que data de 1762, y cuyo iconostasio está considerado una obra maestra del barroco serbio. Frente a él se sitúa un cofre que alberga las reliquias del segundo arzobispo serbio, san Arsenije Sremac. Lo descubro porque veo a un par de jóvenes monjes acercándose a ese rincón en señal de devoción.
Sremski Karlovci es una ciudad con una fuerte tradición vinícola, desde que el emperador romano Marco Aurelio Probo, en 273 a. de C., trajera de Sicilia la planta de la vid. Desde entonces, su cultivo se ha convertido en un importante potencial económico de esta ciudad. Cuentan que hace más de cinco siglos, los habitantes elaboraban en sus bodegas una bebida que encandiló a la emperatriz María Teresa de Habsburgo. Tanto, que cuentan que cada vez que se necesitaba resolver un problema o ganar algún privilegio se enviaban toneles de ese vino a la corte vienesa. Y no solo eso, cuenta la leyenda que incluso liberó a los ciudadanos de Sremski Karlovci de cumplir con el deber militar para que siguieran elaborándolo. Y fue tan famoso que incluso se coló en la carta de vinos del Titanic.
¿Y qué vino es es? Pues se trata del Bermet, un vino de postre, producido a partir de hierbas medicinales y especias. En la localidad hay pequeñas bodegas donde probar el Bermet. Yo lo hago en Vinarija Art et Vinum, una pequeña tienda que hay en una de las calles que desembocan a la plaza, que lleva el nombre del poeta Branko Radicevic. Allí descubro que es un vino de postre aromático, que cada familia elabora siguiendo una receta que viene de muchas generaciones atrás. Incluso algunas de ellas están conectadas con los monasterios ortodoxos —fueron los primeros en elaborar este vino serbio—.
Así, cada familia tiene una receta que guarda celosamente para que nadie pueda desvelarla. Intento indagar más sobre el tema, pero solo averiguo que se emplean una treintena de especias, y que las variedades de uva para el Bermet tinto son cabernet sauvignon y merlot, mientras que para el blanco es rhine riesling.
En un primer momento pienso que debe ser como una mistela, pero realmente no tiene nada que ver, pues es un vino suave y dulce, pero nada empalagoso, al tener un ligero punto de acidez. La cata la realizo con un poco de queso de cabra que ellos mismos producen. No lo dudo y adquiero un par de botellas. Luego, ya veré cómo las pongo en la maleta para que no se rompan.
Un viaje de vuelta que hago observando esos paisajes salpicados de vides y huertas, y con el convencimiento de que Serbia es un país único que bien merece una escapada. Por suerte, aún me quedan unos días para seguir disfrutando de Belgrado —me está fascinando la ciudad— y de conocer lugares como Novi Sad, Capital Europea de la Cultura en 2022.
Para comer, después de conocer los secretos del Bermet, en la localidad de Sremski Karlovci, puedes ir al restaurante House Kovačević, una bodega fundada en 1930, y que hoy es también un acogedor restaurante en el que disfrutar de la deliciosa comida Serbia. Un menú a base de cevapi, pequeñas salchichas de carne picada de cerdo o de ternera y asadas a la plancha; burek, una especie de pastel salado hecho con hojaldre, y, entre otras delicias, el kajmak, parecido al queso crema, aunque diría que el kajmak es algo único.
En avión. La compañía AirSerbia vuela directo desde València. La frecuencia semanal es jueves y domingos.
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