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LA LIBRERÍA

'Fiebre de carnaval' de Yuliana Ortiz Ruano, la memoria que se derrama

La Navaja Suiza Editores publica la primera novela de la poeta ecuatoriana, una historia de recuerdos profundos en cuerpos acuosos familiares, escrita con una voz áspera, humana, visceral

24/10/2022 - 

MURCIA. Recordar es un fenómeno que tiene mucho que ver con la imaginación. Cuando recordamos, abrimos las notas de un acontecimiento, e irremediablemente, las sobrescribimos. Algo cambia:  quizás el cielo no tenía ese color, y la calle no era esta sino aquella. Borramos a un personaje secundario, confundimos lo que dijimos con lo que nos dijeron. La película que nos devuelve el archivo neuronal que almacena la información que nos permite saber quiénes somos, y sobre todo, quiénes somos respecto al mundo, se degrada con el uso. Es un juego perverso: el don de traer de vuelta el pasado, pero de un modo tan perecedero como nosotros mismos. La memoria en el templo de la fantasía. Lo más bello, lo auténticamente hermoso, y lo peor, lo abominable, caen por igual bajo la influencia del peaje. Lo que pensábamos que nunca olvidaríamos, se desdibuja. ¿La primera vez que quedasteis fue en una estación? No, espera. Sí. Pero los detalles se han vuelto oleosos: los contornos de lo que ocurrió fluctúan, se deslizan sobre la verdad, lo impregnan todo de incertidumbre. Es una de las numerosas condenas que anclan al ser humano a la caducidad. Aunque puede que no sea así: se dice que una mujer con síndrome de savant podía recordar todo con absoluta nitidez. Una fuente inagotable de tormento, puesto que la erosión y desaparición de los recuerdos nos alivia también de las cargas más desagradables. La memoria como el olvido, en sano equilibrio, serían por tanto herramientas para la supervivencia. De cómo funciona esta capacidad tan asombrosa —si uno lo piensa— se sabe cada día más, aunque no tanto como desearíamos. Una de las enfermedades más temibles de aquellas que nos asolan (otro castigo) rompe precisamente ese equilibrio, decanta la balanza por el lado del fundido a blanco. Terrible. Es cierto, sin embargo, que las impresiones más hondas en el tejido de la remembranza dejan huella: una cicatriz. Cuanto más fuerte el impacto, más permanente la cicatriz.

La sombra de algunos recuerdos se niega a desparecer. Queda en nuestro subconsciente como un fantasma, se esconde en el frenesí cognitivo diario como un ruido de fondo en la cacofonía. Pero ahí queda, irreconocible, desfigurado: ya no tiene el aspecto que solía tener, por lo que es difícil de localizar, pero su naturaleza sigue siendo la misma. A veces, el fantasma se manifiesta súbitamente tras una larga hibernación: irrumpe de nuevo en la claridad consciente tras la detonación de un trauma. Lo común, sin embargo, es que su maldición se arrastre penosamente desde el origen. La memoria, por todo lo que hemos dicho y también por lo que no, es un medio acuoso. Así parece ser en Fiebre de carnaval, primera novela de la poeta de Esmeraldas —Ecuador— Yuliana Ortiz Ruano, que publica La Navaja Suiza Editores. El carnaval de esta historia es un hito explosivo en el calendario de la carne, la exaltación y dispersión de todo lo que ella conlleva: los efluvios, el olor, la violencia, el peligro, los jadeos, la furiosa liberación ajena a connotaciones. Las compuertas del decoro se abren de par: lo líquido se arroja y se derrama. La protagonista de la novela de Ortiz Ruano son Ainhoa, la memoria propia y familiar, una escritura cargada de talento y poética precisión. La narración es un viaje hipersensorial desde la primera palabra: no se quiere renunciar al flujo de emociones que generan el libro episodio a episodio. Se quiere que caiga o alguien arroje una piedra más al estanque del recuerdo, y esperar a que llegue la ola o la vibrante marea en forma de áspera sabiduría: “Ay, es que estas fiestas que se vienen serán mejores que las que se fueron, mijita, siempre la fiesta que viene es mejor que la fiesta pasada; nunca crea cuando le digan que antes era rica la cosa, vea, mamita, si antes no había es ni luz; ahora, mija, usté vesos barrios llenos de bocinas por todas partes y los muchachos cargando casés, como si les regalaran la plata; es que no sé quésque pasa que pal carnaval estos muchachos, de repente cagan plata, como si la plata estuviera encaramada arribelos árboles”.

Ainhoa es una niña que crece sobre los escombros de un derrumbe retirados a toda prisa. La nube de polvo no se termina de disipar: se cuela en los pulmones, afloja los esfínteres. Ella, que concibe a su madre en términos pantanosos, que se lanza al océano en el que saltan sobre las olas las ballenas, sigue mojando la cama. Sus ñañas, por lo que (no) recuerda, la salvaron de algo. Hay una sombra en las entrañas del agua que se escurre entre los recuerdos de Mama Doma, de su ñaño Jota, de su mami Nela y su vasenilla, su orinal. Escatología es un concepto ambivalente: sirve lo mismo para el alma que para los excrementos. Fiebre de carnaval discurre entre lo uno y lo otro porque lo humano tiene forzosamente que navegar así, confundiendo los puertos. Lo humano es matérico, es doloroso. La autora sabe hacernos sentir el latido de lo vital. Nada escapa a su visión a ras de tierra: ni las relaciones de los muchachos, ni los paisajes, y mucho menos el amor. Todo es extraordinariamente real. Se puede sentir en la piel o muy adentro. Ortiz Ruano no cede a la idealización: sus personajes no tienen respuestas, solo el impulso de la supervivencia. Venidos de Limones, como afirma la joven protagonista, ellos no le tienen miedo al mar, aunque a veces se ahoguen. Los personajes de Fiebre de carnaval no son arquetipos de nada: han aprendido a maniobrar donde los latigazos y donde los silencios. Gritan, callan, susurran. Se aferran a un madero a la deriva. Son gotas efímeras en una monstruosa e incomprensible masa de agua de la que nadie sale con vida. Tienen derecho a hundirse, y mientras tanto, a bailar.

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