A veces me descubro tratando las grandes ideas como si fueran cosas, acabadas y completas, dotadas de tacto, de olor. Me digo “la vida” o “mi vida” y puedo llegar a sentirla material y aprehensible como una barra de cuarto. “Me queda media barra, me queda un tercio, me queda un chusco…”, oscila mi imaginación. Son momentos felices, pero duran poco, enseguida se me echa encima esa neblina, ese difuminado del que nada se salva. Vida, Libertad, Amor, Mundo, Trabajo. Me acerco un día a mi hospital para firmar el cese y me dejo atravesar por el arraigo después de veinte años, que trae nostalgia, trae vértigo. “La pública la hacen las personas”, me dice una colega que lamenta mi marcha. Personas. Pública. Sistema. Cuando dejo mi despacho con mi carrito de la compra lleno de libros, fotos y carpetas, me sigo preguntando qué personas, qué sistema. Cómo se conjuga lo grande con lo pequeño, las partes con el todo. Si mi ánimo está arriba, pensaré en personas enormes, generosas, a las que he querido parecerme. Si me domina el desencanto, sólo pensaré en los canallas. El sistema puede ser el sobrenadante de lo que hacen todas juntas y el equilibrio no se queda nunca quieto, a veces el sistema será solo miseria, a veces hermosa humanidad, un lugar donde querría quedarme.
El caso es que el Trabajo entra en una de las categorías sagradas y hago esfuerzos por verlo desde fuera, ver lo que hace en mí, cómo retuerce mi identidad. Durante dos décadas fue mi “zona de confort”, pero al irme descubro que eso también era una idea, no una barra de pan. Si acaso una jaula, pero sus barrotes no los he visto hasta ahora. Nuria Labari, en su reciente novela El último hombre blanco, describe muy bien una prisión mental: “aquello que, aunque es tuyo, aunque lo elegiste tú, en realidad fue diseñado por otros”. Y cómo para trabajar tuvo que hacerse tío, negar quién era y demostrar que lo abarcaba todo menos el respeto a sí misma. Es curioso que este libro caiga en mis manos cuando estoy con Virginia Woolf y su Tres guineas, escrito en los años treinta. En su ensayo, la de Bloomsbury deja muy claro que a falta de sueldo a las mujeres no se nos puede pedir ni opinión. Noventa años después, ya somos un 35 % de las consejeras en España y la igualdad, hubiera dicho la Woolf, nos otorga opinión, nos ha metido en el juego. Y la conclusión que sacamos muchas, como Labari, es que toca cambiar las reglas de este juego. Que la competencia y las jornadas infinitas nos alienan. Pero parar y pensar parece toda una hazaña, “si quieres pensar, vete a un rincón ─truena el Dios del Trabajo─. O mejor: vete a tu casa. Métete en una cocina y no vuelvas por aquí”.
Trabajo. Poder. Opinión. Aunque una las lea con detenimiento, las definiciones se dejan siempre algo fuera y soy demasiado perezosa para filosofar. Tarde o temprano vuelvo a ras de tierra y empiezo por el principio, por las palabras huérfanas, desconectadas, por las cosas tangibles y minúsculas o las que ni siquiera significan nada. Quiero que todo tenga su peso, que me dé su clave. Un día me quedo sin lápiz para subrayar y me doy una vuelta por la casa. Descubro que los hay a montones, pero no están en los cajones sino entre páginas. Torres de libros, decenas de lápices, y me pregunto si estos utensilios tan básicos podrían ser el hilo conductor de un matrimonio. Lápices cortos o largos, de puntas romas o tersas, todos olvidados como el mismo párrafo donde cayeron, todos deformando el papel, moldeando una montañita en el margen, señalando la página en la que el interés decayó o aumentó tanto que no pudimos resistirlo. No forman una definición de lo que es sacar adelante una carrera pero están en ella, y en la crianza, y en nuestro cansancio. Son los reyes de nuestra periferia y los dejo donde están, respeto su pausa, su anhelo, los imagino por las noches hablando entre ellos y picándose por saber cuál será el primero en ser devuelto al circuito.
Intento que nada se quede fuera de mi campo, es lo que sé hacer, para lo que fui educada. Quiero que cada cosa aporte sustancia, que todo ayude a sacar un patrón. ¿Entiendo la Vida?, ¿la he malogrado?, ¿qué le voy a contar a los niños de su futuro?, ¿qué aprenden ellos, lo que decimos, lo que hacemos, lo que sentimos? Una noche, antes de apagar la luz, reparo en una muesca (dos rayas) que hay en el techo y descubro que es lo último que late en mi corteza visual antes de hundirme en la almohada. Hace poco, al bajar a por el pan, advertí una cabina de teléfono abandonada que llevaba allí veinte años sin que me diera cuenta. Celeste y verde, con el logo de Telefónica y el auricular intacto, ese día alguien la había llenado de libros para activar un intercambio. Somos nostálgicos, me dije, somos poetas, somos civilizados. Saqué mi móvil para hacerme la dueña de esa imagen, poseerla. Y cuando bajé a los pocos días ya no quedaba ni un libro porque hay quien lleva el instinto de posesión más lejos. Somos barbarie. Somos contradicción. Lo somos todo, ángeles y demonios.
Hay instantes que pueden tocarse y organizar un día, una época, una atmósfera social o personal. Si tengo el ánimo en buen sitio proyecto mi ilusión de que todo está donde debe, todo está bien. Esos días es fácil olvidarse de lo grande y reparar en lo pequeño, en la luz remolona de junio, en la ropa que se baja del altillo, en la energía desatada de los estudiantes que acaban sus exámenes. Las fuentes de los parques se han llenado de globitos de agua estampados, anoto: se anuncia el verano. Es todo lo que tengo y no es poca cosa. Acudo a lo familiar y a la literatura, a mi origen y al trabajo de amanuense, del que pasa a limpio, del que construye a partir de minucias las cosas solemnes que nos interpelan: Vida, Tiempo, Soledad, Raíz. Atiendo a los relatos cargados de detalle, de acento, de roña, de fracaso y de fe, es fácil hacer pie en lo minúsculo. No puedo entender lo que significa Paz, Guerra, Verdad o Sistema pero me convenzo de que moriré sin entenderlo y no pasará nada.
Hace tiempo que hago balance sin darme cuenta y en eso sé que ya no soy joven. Husmeo los signos que puedan hablar de una vida llena, rica, con una periferia cargada de cosas, voces, personas que quiero cerca. Detalles que apuntalen el ánimo sin sonar abiertamente publicitarios. Como la mañana en que oigo a Albert remover el Colacao de la niña más tiempo de lo necesario y asumo que está absorto, que soy capaz de leer su pensamiento aunque no me vea, que mientras mira la mañana y planifica su día como si el arco del sol dibujara su agenda, soy personaje y decorado de sus retinas, pertenezco, soy también ese sol en la ventana, esa niña somnolienta, esa expectación y hasta esa cucharilla. Sé que he amado, no sé si bien o mal, pero es más importante saber eso que saber de la Vida, la Paz o la Guerra. El tintineo de la cucharilla cruza desde la cocina hasta el espejo del baño y abro el día con ese gesto, me seco la cara, me estudio y me acuerdo de los 48 años de la Woolf, sus planes para la madurez: “vivir con energía y dominio, despachar cada día con arrogancia, sentir el tiempo como una ola que partimos con el cuerpo. No desestimar una sola hora, no perder el tiempo considerando cosas inanes… Y aventurarse. Ni indecisión ni arrepentimiento… Solo merece la pena envejecer si cada día es más vital e importante”.
En mi escritorio, mi hija ha abierto mi agenda para arrancar las esquinas que vienen semiperforadas e invitan así a marcar los días. Forman un montoncito curioso, pétalos blancos, días superados, pedazos de tiempo triangulares y desordenados. Una manía que tengo, mamá, te lo he actualizado. Cuando salen de casa, ese silencio y esas camas deshechas son un regalo pero aún no me apetece agacharme a remeter sábanas. Salgo al balcón y lo que yo arranco son las puntas marrones del aloe: pedazos de savia deshidratada, declive, indefensión frente a la plaga del tiempo. Intemperie. Vida chamuscada. Gangrena de las hojas robustas que deja un borde fresco y gelatinoso cuando se libera. Un nuevo comienzo.