Si Putin fuera como Núñez Feijóo, jamás se le habría ocurrido lanzar su invasión sobre Ucrania, tan contundente (por ahora) como temeraria. El presidente de la Xunta de Galicia sólo habría entrado si todo el mundo, incluidos los países de la OTAN y la propia Ucrania, se lo hubiera pedido explícitamente. Y aun así, con serias dudas.
La guerra de Ucrania ha dejado en segundo plano la sorprendente caída de Pablo Casado. El aún presidente del PP tardó menos de una semana en pasar de acusador a dimitido de facto (en diferido, como gustan de hacer este tipo de cosas en su partido). En el ínterin, dejó unas cuantas lecciones sobre cómo funciona la política moderna:
1. Tener poder es tener presupuesto. Casado se enfrentó como presidente del partido en la oposición (sin poder) a su exaliada Isabel Díaz Ayuso, que es presidenta con poder: presidenta de la Comunidad de Madrid, con su enorme presupuesto a disposición para regar a los medios de comunicación afines con todo tipo de ayudas institucionales, y con múltiples puestos de designación directa habilitados para premiar a quien sea necesario. Tanto es así que Génova necesitaba a Ayuso, y a los demás barones, para colocar a los suyos, como Toni Cantó, o como Ángel Carromero en el Ayuntamiento de Madrid. La fidelidad, con dinero por delante, tiene mucha más sustancia.
2. En un partido político, el poder también se cimenta en la popularidad, que a su vez se regula según los éxitos electorales, en primer lugar, y la visibilidad pública, como sucedáneo. Isabel Díaz Ayuso cuenta con ambos, pero a Casado, tras dos derrotas electorales en 2019 que palidecen ante el reciente éxito de la baronesa madrileña, y tras el relativo bluff que fue el adelanto electoral en Castilla y León, impuesto por Casado, sólo le quedaba la visibilidad, obtenida a costa de su hiperactividad mediática. Pero dicha visibilidad, desprovista de poder, de favor mediático y de popularidad, se convirtió muy rápidamente en un esperpento de un dirigente que daba vaivenes como un pollo sin cabeza. En cambio, los vaivenes que puedan dar dirigentes con poder y presupuesto a su disposición son vistos como hábiles maniobras políticas que explican la popularidad de los que las protagonizan. Al menos suele funcionar así.
3. Las estructuras partidistas pierden fuelle ante el poder y la popularidad de líderes providenciales. Controlar el aparato del partido puede condicionar muchas cosas, pero ante un envite frontal no es suficiente. Hemos tenido muchas experiencias al respecto en el pasado. Por supuesto, la caída de Pablo Casado, pero también la resurrección de Pedro Sánchez, forjada en torno al apoyo de la militancia. O, mucho más atrás en el tiempo, la victoria de Josep Borrell frente a Joaquín Almunia en la primera ocasión en que el PSOE ensayó el sistema de elecciones primarias, en 1998. Luego Borrell no supo jugar sus bazas y el aparato del partido, en coalición con medios afines, le segó la hierba bajo los pies en apenas un año, sobre todo porque Borrell no tenía fuentes de poder, sólo popularidad que no venía correctamente irradiada desde los medios de comunicación. Y el caudal de popularidad hay que saber aprovecharlo y gestionarlo, y sobre todo hay que plasmarlo con victorias (precisamente por eso, sus enemigos se deshicieron de Borrell antes de que éste pudiera medirse electoralmente, por lo que pudiera pasar, no fuera a ganar las elecciones que acabó perdiendo Almunia).
4. Los partidos políticos pueden estar muy centralizados, pero al final es inevitable que su estructura acabe mimetizando la lógica de la estructura política del país en el que operan. En España, la política queda representada en cuatro órdenes de magnitud, expresados en otras tantas elecciones: municipales, autonómicas, nacionales, europeas. Cuando hay una crisis en el partido nacional, lo primero que hace todo el mundo es mirar a los "barones" autonómicos, porque son los que tienen más visibilidad y encarnan la misma lógica de popularidad-poder-visibilidad que la que se busca concretar a nivel nacional, pero a una escala más pequeña. Sobre todo, claro, si los barones gobiernan. Es decir: tienen poder, presupuesto, y visibilidad, y además han demostrado su popularidad venciendo en elecciones (o, al menos, forjando mayorías).
5. Las fidelidades y adhesiones duran lo que dura tu poder. Lo más espectacular de la caída de Casado ha sido lo rápido que ésta se ha producido y hasta qué punto se ha quedado solo, incluyendo en su soledad a casi todo su núcleo duro (honra a los pocos que han seguido a su lado, Pablo Montesinos, Ana Beltrán y Antonio González Terol, que hayan podido sustraerse a esta marea de deserciones, demostrando un elemental sentido de lealtad). Y las cosas han ido muy rápido porque esta era de aceleración de los ciclos de noticias e inmediatez en las redes sociales propicia una gran intensidad informativa y el anhelo de pronunciarse constantemente respecto a todo; pero también por la propia lógica interna de los partidos políticos, plagados de profesionales de la política que, ante todo y por encima de todo, buscan permanecer en su profesión. Y la mejor manera de garantizar que esto sea así es no vincularse con un barco que se hunde, aunque sea el barco al que le debes absolutamente todo.
La caída de Casado arroja muchas lecciones para el futuro. Para su partido, el PP, y para todos los demás. También, por contraste con una situación muy similar que tuvo lugar en 2008, tras la segunda derrota electoral de Rajoy, cuando Esperanza Aguirre aspiró a sucederle aupándose en su popularidad, sus asideros mediáticos y su poder desde la Comunidad de Madrid. En esa ocasión, Rajoy resistió merced a su alianza con los demás barones territoriales. A diferencia de Casado, Rajoy siempre les dejó hacer en sus territorios, siempre y cuando no le molestasen durante su lectura del Marca. Los barones vieron, además, que un liderazgo de Aguirre sería mucho más peligroso para su autonomía que el de Rajoy.
Isabel Díaz Ayuso ha sido mucho más hábil que Esperanza Aguirre en esta situación. Ha sabido vencer el pulso frente a Casado usando su poder, su visibilidad y popularidad (mediáticas y entre los militantes y simpatizantes del PP) frente a las carencias y torpezas de Casado, que eran muchas (aunque con ese equipazo de gente como Teodoro García Egea, Alberto Casero y Ángel Carromero pues qué quieren que les diga). Ha logrado, con ello, poner sordina sobre un tema que es y quizás sea en el futuro muy preocupante para sus intereses: la comisión cobrada por su hermano por la compra de mascarillas de la Comunidad de Madrid en lo peor del confinamiento. Y, al mismo tiempo, consciente de sus propios límites, tampoco se ha postulado para suceder a Casado, pues ahí tal vez se habría encontrado las mismas o más resistencias que las que se encontró Esperanza Aguirre.
En lugar de ello, inteligentemente ha pactado con Alberto Núñez Feijóo, el barón más solvente electoralmente del PP, el único que ha logrado revalidar mayorías absolutas en los últimos años, y además dejando sin representación a los otros dos partidos de la derecha. Feijóo es un "Joven Rajoy". Un perfil más moderado que el de Casado, más previsible y también más sensible a las "provincias", porque él también, como Rajoy, y a diferencia de Casado, de Díaz Ayuso y de Esperanza Aguirre, proviene de ahí. Si Núñez Feijóo tiene éxito electoral, no parece probable que intente meterse en el hábitat madrileño de Díaz Ayuso. Y si no, no caben muchas dudas al respecto de quién le sucedería.