Mi suegra me ofrece un chuletón impagable y una sopa de fideos en su cocina de barrio obrero, empapelada con garabatos de sus siete nietos y su biznieta. Huele a grasa derretida y a detergente. El neón blanco se derrama por su cara enjuta de quimio, la piel se le pega al hueso malar pero el azul de los ojos se tiene en pie igual que el primer día que la vi, algo más licuado, lavado por la desdicha. La dejo discurrir mientras mastico, sé que pasa tiempo sola y le encanta descargarme las novedades.
Me cuenta de su nieta, de su nueva casa, con un patio hermoso, señala, donde ha puesto la lavadora. Hermoso es grande, traduzco en mi cabeza, un patio amplio en el que colocar maravillas: plantas, tumbonas, una tienda de campaña para la niña; mi imaginación ya ha amueblado ese patio. Pero una lavadora. Lavadora secadora, apostilla mi suegra, y veo esa lavadora absorbiendo el sol del mediodía, el que rebota en las baldosas claras y multiplica la luz, la dicha de vivir, la dicha de vivir en una casa con patio en un pueblo mediterráneo.
La lavadora me incordia. La lavadora es una claudicación.
Secadora también, repite ella con deleite. Lo ha dicho ya tres veces y entonces la descifro, la leo como mujer de posguerra que es. Su electrodoméstico es un tótem, la liberó de agacharse y estrujar, de frotarse los nudillos desollados, de la tiranía del agua helada en la fuente, del sonido torturante de la ropa estrujada, apaleada, extendida y vuelta a estrujar. Del instante glorioso en que un par de mozos instalaron el primer modelo en su cocina y ella escuchó ese ronroneo del agua entrando en el tambor sin mojarle las manos.
Yo, sin embargo, no puedo venerar unas ruedecillas, no soy adoradora de interruptores ni del arrullo de un centrifugado; no me suena a música. Pertenezco a las filas de mujeres con tiempo, con pausa, con libros, con derecho a equivocarse y reescribir su relato. No pongo una lavadora en el centro de mi galaxia. Tampoco pasaría una tarde, como hizo ella, enseñándole a su nuera cajones y cajones llenos de juegos de sábanas. Bajeras, encimeras. Algodón, poliéster, lisas, con motivos. Todo empaquetado en deliciosos estuches tal cual salían de la planta de hogar del Corte Inglés, donde su marido le espetaba: compra las que tú quieras, mujer.
Paradójicamente, muchas mujeres de este perfil se han contado otra historia. Estaban exhaustas pero no se nombraban como oprimidas, no tenían discurso ni militaban en las filas feministas. Mi hija adolescente, que ha nacido con muchas más ventajas que su abuela, sí. Me acompaña a la manifestación y se suma a centenares de jóvenes como ella, pero en seguida es crítica con las siglas políticas que ve aquí y allá, ¿por qué tiene que haber aquí partidos?, me pregunta. Me encojo de hombros. En 2017, cuando el caso de La Manada disparó el consenso social en torno al feminismo, la politización todavía no había contaminado la defensa del sólo sí es sí y la opinión pública era monolítica.
No viví la calle cuando en los 70 se pidió la amnistía, pero no creo que se convocaran marchas separadas. El espíritu de la Transición perseguía un modelo de sociedad y convocaba diferentes ángulos y posturas, pero éstas no empezaron su camino por separado hasta que la democracia no pasó de ser un sueño a un logro; ¿han logrado los feminismos ese éxito?, ¿están tan maduros como para soltarse de la mano?
Esto me iba preguntando junto a mi hija y, más tarde, Albert, que se dejaba arrastrar con nosotras en la marea. El pulso de la batucada era hipnótico, la gente se apretaba cada vez más entre las aceras. "Anónimo era una mujer", leíamos. "Yo decido el dónde, el cuándo, con quién". Cuando el arco de la Glorieta se tiñó de rosa, cientos de móviles se levantaron para tomar la foto de la tarde.
Ya tenéis todas las leyes ⸺le había dicho un niño de clase a mi hija⸺, ¿qué más queréis? Me lo contó con hartazgo y comprobé que les queda un trecho a estas niñas que no veneran lavadoras ni juegos de sábanas. Les queda mucha pedagogía. Incluir a los chicos. Seducir, modular los cambios, no dejar que se reviertan. Da pereza ver cómo el avance es lento y ni siquiera lineal, cómo de pronto las conquistas parecen recular y hay que vocearlas de nuevo. Reflexiones que se anclan medio siglo atrás como la de Simone Veil, cuando propuso el aborto legal en Francia. Era 1974 y recordó a los parlamentarios que no debatían el aborto sino la médula de la democracia, la idea de que el Estado no debe inmiscuirse en los cuerpos (a pesar de que algunos defiendan la libertad con uñas y dientes cuando se trata de tomarse una caña en plena pandemia).
Pereza. Pereza de volver una y otra vez a la vieja pedagogía. Y prodigio también. Prodigio de poner en valor lo que tenemos, disfrutar de ciertos milagros como la democracia, la sanidad pública o el consenso social que, ahora descubrimos, hay que cuidar y restaurar periódicamente, como la fachada de una catedral gótica en pleno casco urbano.
La madre de Annie Ernaux guardaba azúcar en el bolsillo de su bata. Ana Orantes, la mujer que describió cuarenta años de maltrato en la tele a costa de su vida, se excedía comprando café y azúcar (en estos días se cumplen 25 años de que su marido la quemara viva).
Pienso en la lavadora totémica de mi suegra, en mujeres que he conocido en la consulta y me han contado vidas cojas, sordas y mutiladas. En tantas y tantas, supervivientes de años duros, afectos áridos, de violencias de grado diverso, y me sobrecoge pensar en ellas agarradas a un terrón de azúcar o un panel de botones y ruedas como un flotador contra el desamparo, un amuleto, una voz que susurra “podría ser peor, podrías ser más huérfana sin el azúcar, sin el café, si tus horas se escurrieran otra vez por la pila, si volvieras a ser más cautiva que mujer, más esclava y menos persona”. No las olvidemos aunque nos rete la fatiga, la división o el tedio.