Cheers, al calor del amor en un bar
Nadie daba un duro por una serie sobre un bar en el que todo el mundo sabía tu nombre, pero fue un éxito que no conoció fronteras y duró trece temporadas
El drama criminal, salpicado de comedia, sobre la irrupción de la mafia japonesa en Londres, muestra un puñado de personajes que se debaten entre el deber, el deshonor y la culpa en una serie llena de capas. No solo es una historia sobre crímenes y traiciones, sino también sobre homosexualidad, soledad e incluso es una road movie con tres mujeres fugitivas. La producción de la BBC encumbra a Will Sharpe como uno de las grandes artistas de su generación.
MURCIA. Tremendo. El mejor actor de su generación procedente de las islas británicas sin duda alguna. Roba el protagonismo al resto de, ya de por sí, excelentes actores que aparecen en Giri/Haji (en español Deber/Deshonor), la serie de ocho episodios producida por la BBC, ahora disponible en Netflix desde el pasado 10 de enero. Su nombre es Will Sharpe, actor de formación en Cambridge, además de guionista y creador de la serie de Channel 4, Flowers (2016).
No interpreta más que un personaje secundario tragicómico, el chapero y drogadicto Rodney, guía circunstancial de un detective procedente de Japón y protagonista de la serie. Sin embargo, cada una de sus apariciones brilla por sí sola. El sufrimiento interior de su personaje se transforma en nuestro sufrimiento automáticamente. Y sus excentricidades son nuestras carcajadas. A ningún espectador se le escapará la presencia de este personaje británico-asiático del Soho. No puedo evitar el comenzar este artículo hablando de él, aunque esté empezando la casa por el tejado. El joven actor da la impresión de ser una crisálida que acaba de eclosionar y de que, a partir de aquí, su carrera va a ser espectacular.
Rodney cobra algunas propinas por acompañar al desorientado detective japonés Kenzo Mori (Takehiro Hira), de visita a Londres oficialmente para realizar un curso sobre criminología. El policía nipón en realidad está buscando a su hermano Yuto (Yôsuke Kubozuka), hasta ahora dado por muerto, una vez se ha descubierto que se trata de un peligroso soldado de la mafia japonesa (Yakuza). Su último crimen ha provocado una guerra entre familias que pone en peligro la paz entre las bandas más sangrientas de Tokio. La policía japonesa es la primera interesada en frenar de raíz el inminente baño de sangre. Por esta razón destina a Kenzo a Londres. Kenzo, cegado por los remordimientos del pasado y obsesionado por proteger a su hermano pequeño, aterriza en la ciudad dispuesto a salvarle la vida. Allí conocerá a Sarah (Kelly Macdonald), su profesora de criminología y también policía, que poco a poco se irá implicando en el caso. Sin esperarlo, Kenzo recibirá la visita en Londres de su hija adolescente, Taki (Aoi Okuyama), una introvertida chica que en Londres puede ser, por fin, ella misma, salir de su aislamiento social y liberarse de la estricta moralidad japonesa.
Este thriller noir de los productores de Chernobyl se desarrolla entre Londres y Tokio. Interpretado en japonés e inglés, se toma incluso la licencia de exhibir un primer episodio íntegro en japonés. Por suerte en España estamos más que acostumbrados a los subtítulos, gracias a los cuales no se perderán ningún juego en los diálogos, algunos de ellos verdaderamente divertidos.
El excepcional guión es de Joe Barton (Humans, Our World War) y ha sido sido dirigida por Julian Farino (Ballers, Entourage) y Ben Chessell (The Family Law). Contiene una mezcla de violencia, suspense, humor, melancolía y una importante carga introspectiva de cada uno de sus personajes. Además de su compleja trama principal de corte criminal, posee una abundante red de tramas secundarias centradas en los conflictos internos de cada personaje, algo que genera en la serie una mayor profundidad.
La riqueza narrativa está presente tanto en su estructura episódica (por ejemplo, el cuarto episodio es todo un flashback) como en los detalles de su dirección: pantallas partidas al estilo años 70; viñetas tipo cómic como herramienta plástica para mostrar los resúmenes de principio de episodio; o las espectaculares secuencias de montaje en cada final de capítulo, que siempre acaban en un adictivo cliffhanger. Cuando ya me quedo pegada al asiento de forma definitiva y me rindo ante la serie (con los pelos de punta) es con la culminación del último episodio, momento en el que me encuentro, sin esperarlo, con una onírica coreografía de ballet, fotografiada en blanco y negro, que resulta conmovedora (como curiosidad, apuntar que parte de la crítica británica, sin embargo, ha tildado la secuencia de pretenciosa). Particularmente considero que supone una elegante representación del clímax dentro del arco interno de cada personaje, sobre las relaciones entre ellos y sobre la dualidad siempre presente entre lo que está bien y lo que está mal (el deber contra el deshonor).
“Alguien arrojó una piedra en un estanque muy lejos y solo estamos sintiendo las ondas”, se escucha entre los diálogos que bien podrían haber sido extraídos de la sabiduría de algún sensei (o maestro) japonés. Porque Giri/Haji bebe, sin estereotipar, de la cultura japonesa en múltiples sentidos, desde los morales (la importancia del deber y el honor) como los sociales (la existencia de una sangrienta mafia japonesa; la dificultad de asumir los problemas matrimoniales; la homosexualidad o la soledad). De forma sutil exhibe los principales problemas socioculturales todavía sin resolver dentro de la sociedad nipona, mediante el contraste con la forma de vida occidental, liberada de estos tabús. La máxima representación de la cuestión se constata en la evolución del personaje de Taki, una solitaria y conflictiva adolescente en Japón, que sale del armario en Londres, sintiéndose por primera vez feliz y libre.
Por último, como conclusión final, está lo que los budistas llaman el karma, la máxima de que toda acción tiene sus consecuencias, también llamado “el efecto dominó”.
- “No somos malas personas. Solo hicimos cosas malas”
- “¿Y cuál es la diferencia?”
La ley de la causa y el efecto, esas ondas provocadas por quien tiró una piedra y que todavía perduran, presente en la cultura japonesa (recuerden a Haruki Murakami), resulta ser la reflexión agridulce dentro de la serie: cada uno de nuestros actos se paga ineludiblemente, por mucho que los disfracemos de bondad, lo envolvamos con manifestaciones de culpa, proteccionismo o arrepentimiento. Al final recibimos nuestro merecido más tarde o más temprano. Una satisfactoria conclusión en una obra con un final atípico.
No se pierdan, en resumen, los brillantes diálogos, el complejo guión, la virtuosa dirección, los magníficos actores y, sobre todo, al inolvidable Will Sharpe en esta joya británica con olor a Japón, porque cada fotograma contiene bellas consideraciones sobre la vida. Y sobre la vida… nos vemos en la siguiente.
Nadie daba un duro por una serie sobre un bar en el que todo el mundo sabía tu nombre, pero fue un éxito que no conoció fronteras y duró trece temporadas
La policía en Irlanda del Norte, aunque hayan pasado 25 años de los Acuerdos de Viernes Santo, sigue mirando los bajos del coche cuando se va a subir a ir a trabajar y sigue diciéndole a sus hijos que mienta sobre su trabajo. Todo eso lo trata de reflejar 'Blue Lights', serie de la BBC, realizada por dos guionistas norirlandeses que antes se dedicaban al periodismo y, para escribir este drama, estuvieron meses patrullando con agentes reales
Las ruedas de una camilla de tanatorio. Líquido de embalsamar. Un ataúd. Flores que se marchitan. La magistral cabecera de A dos metros bajo tierra no dejaba lugar a dudas acerca de la temática de la serie