MURCIA. Tras la Segunda Guerra Mundial, el régimen franquista se encontró aislado en el mundo. Los Aliados habían llegado a hablar de intervenir en España para derrocar al último régimen fascista de Europa, pero ya se estaba incubando la Guerra Fría y el general Franco, por su parte, se afanaba por limpiar en lo posible la negra imagen del régimen, con extremos antológicos como censurar su propia película: Raza, de Jaime de Andrade (pseudónimo del propio Franco), que contaba la épica victoria de los rebeldes contra los malvados republicanos.
En la versión original de Raza, de 1941, los malos se llamaban a sí mismos "antifascistas", y los buenos, entre ellos el protagonista (trasunto idealizado del propio Franco), se estremecían de pasión hablando de su fascismo y levantaban el brazo en alto a la mínima que tenían oportunidad. Pero, al ver lo mal que habían quedado los buenos, los fascistas, en el resto del mundo, se estrenó una nueva versión de la película, El espíritu de una raza, de 1950, en la que los malos pasaron de ser "antifascistas" a "comunistas", y de los saludos brazo en alto nunca más se supo.
Por aquella época, en 1949, acababa de fundarse la OTAN, organización militar de países occidentales liderados por EEUU y coaligados contra el comunismo. Con la Guerra Fría en su apogeo, el régimen de Franco se prestó a blanquear su imagen internacional a través de su antagonismo con los regímenes comunistas. Ello no le sirvió a España para entrar en la OTAN, aunque en los años 50 Franco vendería alegremente territorio español para que los EEUU montasen ahí diversas bases militares.
De hecho, la reacción de Franco ante la fundación de la OTAN sin España (que, en algunos planes estratégicos occidentales, entonces y más adelante, se veía como la última línea de defensa en una eventual invasión soviética; tratar de resistir al Ejército Rojo en los Pirineos) fue airada. En unas declaraciones al periodista radiofónico de la NBC Hans von Kaltenborn, afirmó que la OTAN, "sin España, es como una tortilla sin huevos". Todo muy testosterónico, como cabría imaginar.
Algo así pensé al ver que la nueva Superliga no incorporaba de inicio, como miembro fundador, a mi equipo, el glorioso Real Zaragoza. Tal vez parezca poco apropiada esta pretensión, teniendo en cuenta que el Zaragoza lleva diez años en Segunda División y esta temporada lucha por no descender al pozo de la Segunda B. Pero tengan ustedes en cuenta que, a fin de cuentas, en el proyecto original de Superliga había equipos como el Tottenham Hotspur inglés que ha ganado, más o menos, similar número de títulos internacionales que el Zaragoza (no, no son "cero títulos", sino un número muy superior).
Con la ausencia del equipo maño, estaba claro que la Superliga nacía herida de muerte. Y, por si esta carencia no fuera suficiente, la solemne presentación del proyecto por parte de su presidente, el también presidente del Real Madrid Florentino Pérez, en el programa de televisión El Chiringuito, acabó de dejarlo claro. Pérez quería montar una competición pensada para sacar más dinero, un espectáculo supuestamente grandioso a nivel planetario, pasando de los molestos aficionados locales de los clubes, que apenas pagan derechos televisivos, y centrándose en el mercado asiático y en el público más joven. Y lo presentó... en El Chiringuito. Y, claro, todo el mundo pudo ver que aquello era un chiringuito mal montado. Una nueva chapuza de Florentino Pérez.
La Superliga no llamaba a engaño a nadie: era un intento de quitar lo poco que de interés pueda tener el fútbol como un deporte en el que cualquiera puede ganar, en el que hay una relación entre lo que haces y lo que consigues, y convertirlo definitivamente en un espectáculo soporífero. De hecho, los argumentos a favor de esta competición, que Pérez explicó en El Chiringuito, también lo dejaban muy claro: se trata de ganar dinero sin tanto equipo menor por ahí que se queda parte del dinero. Pero, agárrense, en sorprendente salto mortal Pérez también afirmaba que esto era muy bueno para los equipos pequeños (¿?).
La cosa era tan obscena que Florentino ha logrado convertir a instituciones como la UEFA, la FIFA y LaLiga, con sus maravillosos antecedentes de pulcritud en las cuentas y transparencia en la gestión, en los buenos de esta película. Gente como Javier Tebas, defensor a ultranza de lo ultra, se han dado el gusto de soltar discursos solidarios reivindicando la pureza de este deporte, casi como si estuviéramos viendo la versión de 1950 de la película de Franco, la moderada, sin tanto brazo en alto. Sin embargo, los que dieron al traste con el proyecto fueron los aficionados ingleses, desde el principio contrarios al engendro. De los aficionados de Barcelona o Real Madrid, jamás se supo. De los del Atlético de Madrid, más bien poco, y además tienen en su haber al inefable juez de Madrid que dictó un auto esperpéntico prohibiendo las represalias contra los equipos de la Superliga, probablemente porque le preocupaba que pudieran afectar al suyo.
Tampoco hemos sabido nada de las instituciones españolas, que o bien se han callado o bien han hecho seguidismo de otros países europeos cuando han visto que el asunto estaba ya claro, caso del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. De hecho, ahora mismo la Superliga es cosa de dos: Real Madrid y Barcelona, los dos únicos equipos que siguen defendiendo el proyecto. Que monten una Liga de eternos clásicos, uno tras otro, que seguro que eso suscita mucho interés en las televisiones, aunque sea una tortilla con sólo dos huevos. Con perdón.