MURCIA. Como se aproximaba el aniversario de la muerte de Bowie, que es mañana 10 de enero, me ha dado por pensar en la relación irreal que mantenemos con los astros del pop. Cuando esta nació, nadie reparó en que sus representantes también envejecerían y morirían como cualquier otro ser humano. Se usaba mucho la frase aquella que pronunció Humphrey Bogart en una de sus películas, “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”, dando a entender que mejor palmarla pronto antes que seguir haciendo música juvenil, como si el público no envejeciera. Se vertió una mirada romántica al hecho de que Jimi Hendrix o Janis Joplin murieran justo cuando comenzaban a vivir y a triunfar, aunque eso es algo que se hace habitualmente en otros campos, untar con romanticismo la muerte prematura. Pero la música pop ha sido siempre muy de lanzar órdagos, ya que sus creadores e intérpretes suelen ser jóvenes airados. Nadie cayó en la cuenta de que nuestros ídolos envejecerían y morirían. Que llegaría un momento en el que las drogas y los accidentes de tráfico no serían la mayor causa de mortalidad entre las estrellas del pop. No se quiso ver que las estrellas de la música popular también se arrugan y se encorvan y que, tarde o temprano, no hay manera de ocultar eso. Springsteen y Paul Weller se mantienen en forma, Iggy Pop está fantástico siempre y cuando no se quite la camisa, pero nunca sabremos que aspecto habría lucido Bowie de llegar a los 80.
Y puesto que a la muerte solamente le prestamos atención cuando ya es un hecho inevitable o consumado, tampoco se habla del declive, del crepúsculo de artistas que ya ancianos siguen subiendo a los escenarios y haciendo giras. Nadie nos preparó para ver a los tres supervivientes de los Rolling Stones, temblorosos, desamparados, despidiendo a Charlie Watts en uno de sus últimos conciertos. ¿Qué harán ahora? Si la enorme maquinaria industrial que les hace dar vueltas tiene algo de clemencia, Jagger, Richards y Wood deberían tirar la toalla. La muerte de su compañero constata la evidencia que nadie parece querer aceptar: están viejos. La gente que acude en masa a sus giras eludirá este detalle porque la nostalgia es caníbal, sobre todo la nostalgia por aquello que no se ha vivido. Asumir esto implicaría asumir que el sueño se terminó. Los críticos musicales también nos estamos quedando viejos, igual que nuestros lectores. Los consumidores de música pop más nueva no necesitan leer a nadie para decidir si una canción les gusta o no. Su manera de consumir música no tiene nada que ver con la nuestra, que ya es historia. Consultar los créditos, las letras de las canciones, preocuparse por saber quién hizo el diseño de la portada, entender el álbum como un todo. Esto empieza a ser ya como los profesores dando clases de Historia del Arte o de Literatura. Los poetas griegos, los renacentistas italianos, el cine expresionista alemán, la música negra de Detroit.
Nadie nos avisó de que llegaría un momento en el que Lou Reed, Charlie Watts, Leonard Cohen o Bowie se morirían de cosas que también se llevan por delante al resto de las personas. Enfermedades devastadoras o la simple y llana erosión que produce el tiempo. Entre todos construimos esa ilusión de permanencia y eternidad. Y nos convencimos de que los ídolos sobre todo se mueren porque se les va la mano con las drogas o el alcohol. Desaparecen porque no se aguantan más a sí mismos y se quitan la vida. Hasta hubo quien se atrevió a asesinar a uno de ellos. Tiempo, eso era lo único que necesitábamos para darnos cuenta de la verdad. No hace falta matar a los ídolos, tal como proponían Sonic Youth, tarde o temprano se mueren solitos. Tampoco estábamos preparados para asumir que el rock o la música pop no son ningún talismán mágico. Ser admirador acérrimo de un grupo o un artista de talante digamos progresista no evita la aparición de posturas rancias en el usuario. De hecho, nadie nos preparó para afrontar el hecho de que la música pop también acoge ideas y comportamientos machistas, racistas y homófobos. Más de los que estamos dispuestos a aceptar.
Nadie nos dijo que llegaría un momento en el que todo aquello que era color, energía exuberante, alegría, se convertiría en un medio para subsistir o vivir con cierta holgura, y veríamos a esos músicos pasearse una y otra vez por los escenarios gordos, con el pelo teñido, irreconocibles, haciendo de sí mismos. Nunca nos imaginamos que grupos que en su momento tuvieron su importancia y su significancia acabarían convertidos en una descarada franquicia que lo único que busca es seguir alimentando la cuenta bancaria de sus creadores o la de los herederos de sus creadores. Degradar un legado cultural, expoliarlo hasta que al final, los años y el efecto de la explotación se coman su significado original. El virus de la nostalgia, una vez más: a condición de que lo que nos gusta siga existiendo, estamos dispuestos a no plantearle objeciones, ni siquiera a su ausencia de encanto o dignidad. Queremos que sigan ahí, casi a cualquier precio. Nos alimentamos de esas personalidades, sobre todo desde que hemos descubierto que podemos construirnos una nueva identidad a través de las redes sociales, para hacerle creer al mundo que somos algo que en realidad solamente somos un poquito, o nada.
Qué memorables esos grupos que, con muchísima probabilidad -aunque nunca hay que dar estas cosas por sentado- jamás se reunirán, aunque sus miembros originales sigan vivos. Que, a estas alturas, y si no me equivoco, son solamente dos, The Smiths y Teardrop Explodes. Grupos que murieron y que es casi imposible que algún promotor logre resucitar. A esos sí que podréis llamarles míticos o legendarios. Nadie nos advirtió sobre estas cosas, no parecía necesario. Íbamos a ser jóvenes siempre, aunque acumulásemos aniversarios. Siempre hemos querido creer que la música pop nos haría inmortales. Y no era eso. Nos ayuda a vivir y a ser nosotros mismos, pero no tiene efectos reales comprobados contra la realidad.