Mi padre frente a su tazón de café, no le pongas tanto, mamá. A su espalda: la ciudad, las grúas del Clínico, el cielo surcado de aviones y el borde azul de la sierra. Desde el ventanal del salón familiar, siento que me asomo al panóptico y que todo el planeta bebe café a litros en este momento. También se estimula quien ya perdió la agenda, un anciano a quien se le escurrieron las tareas por el sumidero del Alzheimer. El mundo entero se dopa y se sobreexcita, me digo, es rápido y raro, y ya no lo conozco. Intento rastrear el momento en que todo empezó a girar, quizá el día en que me di cuenta de que las modas no duraban una década, en que las puntas de las botas se llevaban picudas, redondas, picudas otra vez, ¿cómo íbamos a sospechar lo que se venía encima por el capricho de unos diseñadores?
Anoche un campamento de refugiados fue bombardeado en Gaza. Mientras, a este lado del Mediterráneo, se conjuraba la muerte y el horror con telarañas sintéticas y pintura roja. En nuestro Día de Difuntos no hay un cielo cruzado de drones ni cohetes, no se levantan columnas de humo como en Gaza, y yo me limito a visitar a mi padre en su comedor con vistas al sur, a intentar no escandalizarme de que sonría sin saber quién soy. Anoche, cuando fui a recoger a mi hija y sus amigas al término de Halloween, me resultó un tanto irreverente tanto demonio de plástico y tanta cara risueña. Sin embargo, ¿qué se puede hacer cuando uno no ha decidido si está de luto o celebrando?
Hemos pasado tantos finales del mundo desde el 11S que ya somos refractarios a ellos, pero ahí están. Nos han enseñado que uno se debe únicamente a sus instantes, a la conciencia de que el presente es todo lo que tenemos, el euromillón, la promesa que perseguíamos. Que si uno mismo consigue aprender a vivir, estar en paz, quizá contribuya una millonésima parte a la paz del mundo.
Albert cree que lo único que han logrado tantos apocalipsis es vendernos mejor lo que comprábamos siempre: consume, goza y hazlo ya porque no hay un mañana. Valencia se ha llenado de turistas distendidos y rechonchos como dioses paganos, terrazas con mesas temblonas llenas de botellines y platos; ya no se visitan las primeras ciudades sino las segundas como la nuestra. Ya nadie se detiene ante el hartazgo de visitar capitales y las guías ensalzan ahora ciudades como la nuestra. Avidez de novedades. Empacho de novedades.
Hay un bullicio de vida ahí fuera que es la respuesta al bullicio de muerte por dentro pero lo que a mí me despierta no son las ganas de viajar sino de convocar amigos, amores, silencios. Cosas a mano, de kilómetro cero, que el fin del mundo me permite paladear despacio.
En la consulta del cardiólogo, el doctor le pregunta a mi madre cómo va de ánimo en estos días de guerra y cambio climático. Los alemanes lo llaman Weltweh: dolor del mundo. Se ha convertido en la coletilla, la pequeña cortesía, la forma de mostrar que se es un igual con el desconocido que comparte espacio y se borrará enseguida, visitas médicas, ascensores, espera en la fila. ¿De qué hablábamos antes?, ¿del fútbol?, ¿de la última tonadillera divorciada? Lo más común es que nos encojamos de hombros: hundimos los ojos y buscamos dentro, cerca, en nuestro pequeño patio interior. ¿Qué otra cosa podemos hacer?, se oye siempre: sufrimos de fatiga informativa. Victor Érice lo llama “polución de imágenes”.
Una paciente me describe, entre la risa y la tragedia, cómo su sobrino de siete años apela a una cámara de vídeo frente a la tumba de su abuela: deberían haber dejado una ahí dentro. Así veríamos todo, describe el pequeño, sabríamos cómo cambia la cosa. El niño, que es inmortal todavía, no imagina la degradación física pero sabe que su abuela ha dejado de ser analógica y ahora puede ser digital: es adicto a las imágenes, a cualquier imagen. Como toda su generación, obtiene fácilmente imágenes cuando la curiosidad le asalta. No ha sido educado en el dogma religioso, no fantasea con el cielo ni el purgatorio (sobre el infierno ya sabe algo, lo tiene en las pantallas todo el tiempo). Y las preguntas que despertaba la muerte en sus padres se pueden responder ahora con un sencillo click, un pantallazo. Les hace frágiles, es injusto, es global. Pero la vida parece seguir un orden a este lado del mundo y ya nunca sabemos si se está cayendo a pedazos. Un orden siniestro, pero orden al fin y al cabo.
¿Es preferible la injusticia al desorden? Goethe prefería lo primero. En una frase suya que se hizo célebre, lo admitía. Corría el año 1793 y él había evitado el linchamiento de un jacobino que acababa de incendiar la catedral de Mainz. Eran tiempos revolucionarios y él era un conservador ilustrado. “Prefiero la injusticia al desorden”, dijo. Desorden en forma de jauría, violencia arbitraria que ignora los principios de la Ilustración, luz verde para la descarga, para evacuar la sombra que hay en cada uno. Desorden como forma de multiplicar lo injusto. Pero, ¿existen varios tipos de injusticia?, ¿existe eso que llaman justicia absoluta? Noah Yuval Harari nos recuerda estos días que la idea de justicia absoluta responde a un pensamiento dicotómico, sin gama de grises, alejado de la complejidad que ha activado el pulso de fuerza en Oriente Medio. "La justicia es una causa noble, pero la exigencia de justicia absoluta conduce inevitablemente a una guerra sin fin".
A poca gente le gusta la cita de Goethe, la injusticia no debería invocarse nunca, no es políticamente correcta. Pero yo me pregunto si estamos siendo injustos ordenadamente, si en este siglo la aniquilación mutua se puede validar porque parece programada, guionizada. Justificada. Y quién sabe si falseada. Si los brotes de violencia nunca se ha parecido tanto a otra cosa: si alguien cree de veras que son otra cosa distinta de la jauría. Puede que, simplemente, estemos tan deprimidos que ya no le damos vueltas a nada.
Mientras tanto, un anciano que es mi padre y se ha liberado del peso de la memoria, del bien y del mal, no sabe por qué he ido a verle, de dónde salgo, a dónde me propongo llevarle. Le llenan un tazón de café italiano después de tomarle la tensión. 9-13, mamá, no le pongas tanto. Bah, hija, está muy aguado. Déjale que disfrute.