MURCIA. La revista Triunfo publicó a finales de los 60 y primera mitad de los 70 una sección cuyo nombre ha quedado grabado en la memoria colectiva. Su título, Celiberia Show, y su autor, Luis Carandell, uno de los periodistas más interesantes y divertidos que ha dado este país.
El autor repasaba toda la prensa que le era posible y se hacía eco de las misivas que le enviaban los lectores. Con toda esa información, hacía una selección que era un mosaico de las miserias y los sucesos más hilarantes del país. Muchas veces, era el reflejo de una sociedad sin educación y reprimida por el control de una religión en su peor versión. Aunque lo que más había, y lo más gracioso, eran salidas de tono propias de horteras o fruto de conflictos civiles, como las notas de portal de vecinos que circulan hoy por Internet. Y también había mucha boutade o comentario presuntuoso ignorante de su ignorancia.
Con los años, lo que más ha trascendido son los recortes propios del estado represivo que era la dictadura. Incluso, por desgracia, se podría decir que el recuerdo de la sección ha servido para dar pie a las teorías elitistas de la España eterna que no cambia y que todo siguió igual con dictadura o sin ella. En realidad, la mera existencia de Celtiberia Show ya mostraba que el país, al que hubo que masacrar para que fuese como en Celtiberia Show, había cambiado antes del óbito del Caudillo y, de hecho, esa transformación fue la que hizo inviable la continuidad de la dictadura, que no le sobrevivió ni un año al general. De hecho, si abrimos la Tragedia sexual norteamericana de Albert Ellis tampoco encontraremos escenas muy distintas, aunque ese pobre psicólogo no se estaba descojonando, precisamente, de lo que veía en el diván de su consulta en 1962.
No obstante, la enésima revolución neoconservadora que estamos viviendo actualmente a mí, personalmente, no deja de recordarme fragmentos de Celtiberia Show. O la visión cuñada de la Historia de que nada ha cambiado lleva razón, o el encabalgamiento cíclico ha sido impresionante. Quizá sea por las redes sociales, que dejan ver más de lo que a uno le gustaría, pero entre trad-wifes, teorizaciones esencialistas sobre el catolicismo provenientes de fans de Dugin en España e incluso de comunistas de nuevo cuño, lo preconciliar está de moda, amén de reivindicaciones imperiales y banderas con cruces de Borgoña, la involución es patente… y psicotrópica. Sobre todo, porque detrás no hay señores de ciento ocho años, sino gente nacida y crecida en democracia.
Por eso, lo que me mueve a volver a abrir las páginas de la obra más conocida de Carandell es buscar qué puede haber homologable a esta época en la que nos ha tocado vivir. Por ejemplo, esta queja de una británica que está en Valencia ¿Nos la imaginaríamos en TikTok?
Lo que sí que cuesta ver ya es a un cura prescribiendo literatura. Una de las partes del libro que más me fascinó desde que lo leí por primera vez años atrás, fue el extracto de la obra Novelistas malos y buenos, juzgados por el autor del Padre Ladrón de Guevara, publicada en Bilbao en 1933. De La Piel de zapa de Balzac, decía “muy deshonesta, provocativa, peligrosa”; de Camino de perfección de Baroja, “da de coces contra un colegio de monjas, y sobre todo, contra obispos, canónicos, curas. Está brutal. Contra los Ejercicios de San Ignacio también se dispara”, y con Blasco Ibáñez era de traca: “sacrílego lenguaje, ensalzando cosas y hombres malvados y tratando con empeño diabólico de condenar al desprecio cosas y personas sagradas. Pretende hacernos creer que el cristianismo de hoy día es muy distinto del primitivo, que era, según dice, revolucionario”. Parecerá coña, pero en Navarra había gente que quemaba libros siguiendo esta obra. Por cierto, reeditada en 2018 por la Editorial Pontificia de Salamanca.
Carandell decía abiertamente que, mientras sus amigos se habían formado con Sartre, Camus o Heidegger, él lo había hecho con la Iglesia católica y Franco. En realidad, tenía una cultura inabarcable, así como saberes inútiles –era un obseso de la papiroflexia- pero si no presumía era porque tenía un talante amable y cordial, del que no necesita demostrase nada a sí mismo, que se vio reflejado en las páginas que escribió y, sobre todo, en su sentido del humor, nunca hiriente. Siempre con una fina ironía y el menor daño posible. Aunque por lo que le recordarán muchos otros es por el ánimo didáctico que tuvo en sus crónicas parlamentarias, que permitieron a mucha gente enterarse del funcionamiento de instituciones innombrables durante los anteriores cuarenta años.
Fue corresponsal en Egipto, Turquía y Japón, entre otros países de Oriente Medio y el sudeste asiático, de forma que, cuando volvió a España, lo veía como un país extranjero. De hecho, eligió el término “celtibérico” para su idea porque el poeta Marcial, cuando estaba en Roma, recordaba su vieja casa “celtíbera”. Era un arcaísmo para referirse a lo más profunda y racialmente español.
Ese sentido del humor de Celtiberia Show, de alguna manera, era precursor. Cuando hizo en ella la contracrónica de Eurovisión de 1969, estaba redactando en un género que cinco décadas después nos hinchamos a explotar en Internet. Aludía a la repetición de gerundios en la letra de las canciones, se descojonaba de que a la presentadora, Laura Valenzuela, con su “francés de colegio de pago”, la hubieran aplastado en motes de juntaletras como Eurolaura, Lauraeuropa, Nochelaura… Y de remate, que cual Pedroche, “la decisión cumbre de elegir su vestido tuvo al país en vilo durante días y estuvo en un tris de pasar a las Cortes”.
Pero lo mejor eran los dardos a la situación española: “Había centenares de periodistas extranjeros, y músicos y cantantes y acompañantes extranjeros. Se lo pasaron en grande, no solo ese día, sino durante toda la semana de su estancia en España. Les atendieron estupendamente, como no saben hacerlo en los países que ya no están en vías de desarrollo. Alguien me contó que en Londres la cena había sido para cuarenta personas. Aquí había unas dos mil”. Ciertamente, igual Celtiberia Show, sección de una revista de hace cincuenta años, es leer el periódico de mañana.