MURCIA. Estepa, taiga, tundra. En ese orden. Una vastedad inimaginable, interminables llanuras hogar de los pueblos nómadas de Asia Central. Stán significa tierra de, lugar de. Allí, en un sueño, galopan los caballos y se levantan yurtas en las que viven familias de pieles tostadas por el rigor del paisaje. Hay tradiciones literarias de las que no sabemos prácticamente nada. En el corazón montañoso del continente, Kirguistán respira, y solo sabemos de él últimamente por las circunstancias de un conflicto entre vecinos que se libra en escaramuzas. Hace poco los medios volvieron momentáneamente la mirada a la frontera de la República Kirguisa con la República de Tayikistán, pero sus decenas de muertos a cada lado alcanzan solo para unos minutos anuales en televisión. ¿Qué podríamos tener en común los españoles con esas personas que viven acorde a unas costumbres tan lejanas y diferentes? ¿Qué tendría su cultura que decirnos, qué historias se cuentan allá? ¿Con qué se sueña? El mundo es muy grande y nuestra indiferencia más. Siendo justos, tampoco tenemos la capacidad ni el tiempo para abarcarlo todo, y además, para compartir historias hace falta compartir lenguaje, y para eso hay que derribar muros y dejar que corran libres las ideas. Es verdad: hay tanto que conocer a lo largo y ancho del planeta. No obstante, sabemos demasiado de algunos y demasiado poco de otros. El telediario recoge anécdotas de Estados Unidos —una persecución en carretera, cualquier otra trivialidad— y obvia cuestiones trascendentales —una guerra en Armenia—. ¿Cuál es la capital de Kirguistán? ¿Y de Tayikistán? ¿Dónde está Uzbekistán? ¿Cómo de grande es Kazajistán, es más grande que España? ¿Podríamos citar algún libro o película de aquellas tierras? Nuestra esfera cultural es muy reducida. Lo bueno de ello es que tenemos mucho margen para el asombro. Mucho, mucho, un margen tan amplio, en este caso, como un continente de enormes países con sus respectivas tradiciones, igualmente complejas.
Automática Editorial cuenta en su catálogo con una novela tan breve como extraordinaria (traducida por Marta Sánchez-Nieves Fernández): Yamilia —el título se encuentra en perfecta sintonía con lo que representa— es obra del kirguís Chinguiz
Aitmátov, nacido en mil novecientos veintinueve y fallecido ochenta años después, una vida que comenzó nómada y continuó soviética con el estigma de ser hijo de un enemigo del pueblo que había sido purgado, pero que remontó gracias a la literatura, pues Aitmátov se convirtió en el escritor kirguís más reconocido de la época, en uno de los más célebres de la URSS, y en autor de fama mundial. No es poco. No exageramos si decimos que Yamilia es la historia de amor más hermosa que puede caer en nuestras manos. Lo es, por lo menos, hasta que caiga otra mejor. Costará superar la condensación de emociones y sobrecogimiento de esta historia de una joven que queda en el ail (aldeas kirguisas seminómadas) cuando su marido parte al frente durante la II Guerra Mundial: a Yamilia no le interesan los convencionalismos de su cultura, lo que debe o no debe hacer una mujer. Ella vive tal y como le dicta su propia manera de entender la vida, las relaciones, el amor. La acompaña el hermano pequeño de su hermano: ella es su dzhene —la mujer de su hermano mayor— y él es su kichine bala —niño pequeño—. En sus vidas se cruzará un soldado herido que ha vuelto del frente, un huérfano que duerme solo junto al río y que parece oír lo que los demás no oyen. Qué manera la de Aitmátov de narrar esta historia. Qué talento para lo humano y lo terreno, para explicarnos el paisaje y sus infinitos matices:
"Y por la tarde, dentro del desfiladero, una y otra vez me parecía que me transportaba a otro mundo. Escuchaba a Daniyar con los ojos semicerrados y frente a mí se levantaban imágenes sorprendentemente conocidas, familiares desde la infancia: un nomadeo primaveral de frágiles nubes color azul humo que pasaba flotando por arriba, en las alturas de las grullas, por encima de las yurtas; las trápalas y los relinchos de las manadas que corrían a los prados de verano por la tierra ululante y los potros jóvenes con el copete sin recortar y un fuego negro y salvaje en los ojos cuando adelantaban orgullosos y alocados a las hembras; hatos de ovejas que se desplazaban por los cerros cual lava tranquila; una cascada que rasgaba las rocas y cegaba los ojos con la blancura de su espuma desmelenada; en la estepa, al otro lado del río, el sol descendía suavemente sobre los matorrales de chi y, como si cabalgara tras él, un jinete solitario y lejano —si estiraba el brazo, podía tocar el sol— en el borde ígneo del horizonte; el también se sumergió en la maleza y el crepúsculo". Hatos de ovejas cual lava tranquila. Este pasaje podría llenar horas y horas en sesiones de talleres literarios. Leer por primera vez a Aitmátov, adentrarse en su cosmos, es toda una experiencia. Uno no puede escuchar el canto místico y conmovedor de Daniyar, pero en cierto modo puede: a través del efecto que genera en el resto de personajes y en el propio paisaje, pero sobre todo porque nace de un sentimiento profundo, muy profundo, que arde con una llama azul en el centro mismo del autor, que en Yamilia canta también; canta a lo humano, a la libertad, al amor y a la tierra de los padres y los abuelos que se extiende no solo en el plano geográfico, sino en otros planos, en otras dimensiones que se superponen las unas a las otras, que se imbrican tejiendo un escenario que a veces susurra y a veces llama con una voz atronadora, un escenario que habla de quiénes somos o de quiénes fuimos, y también de quién podemos o podríamos ser. Un escenario, esta tierra multidimensional y plástica, al que llamamos hogar.