Escapo por una rendija de la actualidad hacia Islandia, donde se puede estar gestando el principio de una nueva era o el fin de la Humanidad. Sí, al mismo tiempo. O ninguna de las dos cosas, que es lo que sucede cuando alguien tiene las expectativas demasiado altas. Ya saben, lo habrán visto. Una tremenda marejada de magma incandescente genera miles de terremotos, alguno de ellos tan poderosos como el bramido al unísono de la mitad de la población china. La tierra se abre, el poder del planeta vuelve a desguazar cualquier obra humana. El fenómeno obliga a desalojar un municipio costero, Grindavik, en peligro de desaparición. Se avecina una enorme erupción volcánica y no dejo de pensar en dos cosas. La primera, en una charla que mantuve en 2018 –destaco la fecha, para dimensionar lo profundo que me quedó el recuerdo- con Jorge Olcina, director del Laboratorio de Climatología de la Universidad de Alicante, quien contó que una buena erupción lanzaría partículas suficientes para crear un filtro solar en toda la Tierra, con lo que se reduciría la temperatura. Una buena, aunque algo extrema solución contra el calentamiento global. La segunda cita que se me viene a la cabeza es de Lorca: "Si cada aldea tuviera una sirena, mi corazón tendría la forma de un zapato". No me pregunten por qué.
No sería la primera vez. El estallido del volcán indonesio Tambora en 1815, también conocerán la historia, dejó sin verano a 1816. Con el consiguiente enfriamiento mundial. De este arranque del subsuelo por peteneras de lava se suele contar que el mal tiempo encerró a los Shelley, Mary y Percy, en una mansión de Lord Byron en la que también se guarecía John Polidori. Se retaron a crear historias de terror y Mary, que se ha ganado la recuperación de su propio apellido, Wollstonecraft, parió Frankenstein, monumental novela que nadie debe dejar escapar. Lo que no se suele contar es que la estratosférica, literalmente, humareda del Tambora produjo decenas de miles de muertes, directas e indirectas, difundió enfermedades y destrozó las cosechas de medio planeta. Y aquí, vuelvo al poeta granadino: "Las estatuas sufren por los ojos con la oscuridad de los ataúdes, pero sufren mucho más por el agua que no desemboca".
Pero hace falta un volcán. Porque el progreso que lo hace imprescindible ha deparado también la tecnología que lograría contener sus efectos. Naturalmente, a los islandeses no les hará ninguna gracia, aunque tienen la cabeza y los recursos suficientes para solventar una crisis que nadie puede prever, si es que finalmente ocurre. Mucho más difícil, aunque igualmente imprescindible, sería que el resto de países se coordinara para resolver de manera eficiente los problemas que fueran surgiendo. Quizá de esta forma entendiéramos por fin que el remedio contra el cambio climático que nosotros mismos hemos creado también tenemos que ponerlo nosotros. Aunque acabamos de atravesar una pandemia global y hay quien se ha rebelado contra los métodos para frenarla. Quizá haga falta también volver a leer Frankenstein. En fin, cierro con Federico: "Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan".