Famosa por sus cómics de los 70 en los que hablaba de sexo y menstruaciones desde el punto de vista de la mujer, una forma de contraponerse a la cultura que implantaban revistas como Penthouse y Playboy, en los 90 Joyce Farmer inició una obra que le iba a llevar trece años acabarla. No contaba nada excepcional, era simplemente la muerte de sus padres. Cómo se produjo su declive y su adiós con la mayor dignidad posible
MURCIA. Comentábamos la semana pasada la revista Tits & Clits que se propuso hacer frente a la cultura americana que habían implantado las publicaciones Playboy y Penthouse y a la misoginia derivada de que la mayoría de los autores de cómic alternativo o underground fuesen hombres, especialmente los de Zap Comix. Eso fue hablar de los inicios de Joyce Farmer. Ahora vamos a hablar del final, de la novela gráfica Un adiós especial en el que contó la muerte de su padre y su pareja, su madrastra, libro publicado en España por Astiberri.
Lo más llamativo es que tardara trece años en dibujarla, pero también que le imprimió su estilo. Si en los años 70 hablaba de sexo o de la menstruación con total naturalidad, lo que para muchos era un escándalo, en esta ocasión el tema fue la muerte y también lo trató sin grandes alharacas, pero no por ello exento de ternura y sentimientos. Una sobriedad que es extraña. La sobresaturación sentimental es un pecado del cómic, y de tantos otros medios, para llamar la atención sobre uno mismo.
En la situación de dos ancianos cuyo final se acerca ya hay bastante dramatismo. Mostrarlo de forma sobria y desafectada hace que llegue y, sobre todo, que se entienda mucho más y mejor. Por ejemplo, hay momentos en que Rachel, la madrastra, necesita asistencia médica, pero Lars, el padre de la autora, pasa olímpicamente porque se le ha metido en la cabeza que ir al médico no sirve para nada. Es casi una tortura, pero hay que entender que es un hombre anciano al que se le está yendo la cabeza, no un psicópata.
Si Farmer quería dar una imagen positiva de su padre, podría haberse ahorrado esos detalles. Un lector menor de edad o adulto corto de miras no podría hacer un juicio moral si se encuentra elementos contradictorios. Sin embargo, en la vida las contradicciones son la norma más que la excepción. El mérito está en saber reflejarlas, ese es el arte. La tendencia actual, el moralismo de cómics, series y películas, nos conduce más al arte como dogma al pueblo ágrafo.
Es probable que, precisamente, esos tics tan desagradables no estén presentes porque Farmer no tenía escritoritis cuando inició el proyecto no era consciente de lo que tenía entre manos ni de lo que suponía situar la vida real de sus padres en el centro. Empezó y abandonó en muchas ocasiones. Las primeras treinta páginas que entintó, las tiró a la basura. Técnicamente, con el dibujo, tampoco se sintió a gusto y tuvo que corregir mucho. En resumen, le llevó más de una década por sus inseguridades.
El caso de Rachel fue especialmente delicado. Como explicó en una entrevista no lo puso en la novela gráfica, pero estaban aliviados de que perdiera la visión y no pudiera moverse de la cama. En caso contrario, habría sido un caso de "una de esas mujeres que se quita la ropa y sale corriendo por la calle, no es una falta de respeto hacia ella, es que su mente se apagó como una bombilla".
Muchos aspectos que aparecen son comunes en este tipo de casos. Cuando ya no pueden volver a conducir, la acumulación de objetos inservibles. La protagonista tiene que tirar bolsas de basura llenas de trastos a escondidas de Rachel. Tampoco pueden cocinar. En este caso, se alimentan de bolsas de patatas. Llegado un momento, rechazan la verdura. Laura tiene que encargar un servicio de comida a domicilio.
Toda la etapa de los cuidados es una aventura sobre la que pende una espada de Damocles. En una situación así, los cuidados son parches, porque el declive es imparable. El temor es a que esos últimos días se vivan con dignidad. El encarnizamiento médico es un pánico que aquí incluso tienen los propios protagonistas. Las llagas por estar horas en la cama se pueden necrosar, cuando hay que hacer uso de morfina, el que la tiene que tomar la teme porque no quiere perder la cabeza y tal vez no volver a recuperarla.
Quizá el episodio más complejo de toda esta obra es cuando la protagonista que cuida a sus padres empieza a entender la actitud de su padre. Él mismo le explica que la decadencia se produce de una forma tan lenta que uno se va acostumbrando. Su actitud práctica ante los problemas, en lugar de generar peleas y broncas, hacen que la hija aprenda y se dé cuenta de que en algunos aspectos tiene razón. Hasta el punto de que, cuando Rachel acaba muriendo en un hospital donde no le han dado los cuidados más adecuados y están a punto de denunciarles, la hija entiende perfectamente que su padre quiera morir en su casa y no recibir más que cuidados paliativos cuando llegue el momento. Antes, también, le ruega a los médicos que no se encarnicen con su mujer cuando ya no pueda más.
De forma muy sobria, al final a su padre solo le preocupa ordenar sus recuerdos de guerra y que alguien se ocupe de su gato. Cuando lo cogieron su mujer y él, no esperaban que fuese a vivir más que ellos. Por cuestión generacional, es inevitable no tener presente a Maus, el autor también lidiaba con un padre de la misma edad. En este caso, no hay épica de guerra, si es que nos podemos referir así a sobrevivir a un campo de concentración, tan solo dos ancianos en un barrio de Los Angeles que, con los años, se ha convertido en peligroso. De hecho, parte de la historia transcurre durante las revueltas de principios de los 90. Por lo demás, no hay nada que no ocurra en cada momento en cada lugar, aunque nos pase desapercibido. Eso, la ordinaria cotidianeidad de la muerte, que eso es seguro, le llega a todo el mundo, es lo que la hace excepcional.