La Navaja Suiza publica esta historia de maldiciones a los malvados que ocurren al abrigo del olvido y el aislamiento, una tragedia en tantos actos como voces la narran
MURCIA. El dolor aúlla en el bosque aunque no haya nadie allí para escucharlo: tanto da. Los árboles crujen y se parten, las serpientes arrastran sus vientres de cuero sobre la hierba y fingen ser cualquier otra cosa, los pájaros pían y graznan en un dialecto del lenguaje del bosque del que no sabemos nada. El agua corre en los ríos, en el rocío, en la escorrentía: a menudo también llueve. Y la niebla, que viene y va con el llanto de un bebé. Las personas hemos temido y tenemos al bosque porque no podemos ya entender mucho de lo que nos dice: una persona estándar, ¿qué sabe de los olores y sensaciones que anteceden a la lluvia? ¿Qué comestibles al alcance de la mano perdida conoce, qué bayas y hierbas y flores y hongos y raíces podríamos comer en caso de extraviados, tener que ganarnos la supervivencia? ¿Y qué hay de los animales? ¿Qué somos capaces de comprender en la mirada de un perro, o en los movimientos cuidadosos de un caballo? ¿Qué peces habitan lagos y corrientes? ¿Cuáles son las temporadas de los frutos y vegetales del terreno? ¿Merodea cerca algún peligro real del que preocuparse? La gente que sabe del bosque se encuentra en peligro de extinción. A casi nadie le interesa lo que tengan que decir. No hay espacio-tiempo para esa gente que poco a poco se diluye, trasciende sus mortajas, y se reintegra discretamente en la naturaleza. Los bosques y las selvas no son nuestra casa. Ahora son un santuario que tendríamos que preservar para preservarnos a nosotros mismos. Dejarlos en paz, apartarnos, permitir que de nuevo en ellos suceda lo inexplicable, que se recomponga el reino de lo ancestral y que solo lo sepan quienes de verdad forman parte de todo aquello: los pueblos que tratan de tragarse los árboles y la maleza en su lucha forestal ganada de antemano por sus apéndices de celulosa en el escenario del tiempo.
Trajiste contigo el viento, de la ecuatoriana Natalia García Freire, es, primero que nada, un descubrimiento lector felicísimo: la novela, publicada por La Navaja Suiza Editores, cuenta con un arranque espectacular, que sigue in crescendo hasta el apoteósico final. La escritora no se deja nada dentro: va todo fuera, del tuétano a la mente de quien queda atrapado en la savia pegajosa de una historia segura de sí misma, intensa, muy intensa, que se lee pero también se huele. Pongamos el ejemplo del inicio, porque merece la pena. Así se prende un fuego literario: "Recuerda esto, Mildred, recuérdalo bien, me dijo ma antes de morir: No te rasques. Límpiate bien el culo y el meado, asómate al balcón cada día hasta que quieras apagar el sol. Lava la ropa todos los días, lávala dos veces; cuando se gaste, quémala. Y no dejes que nadie nunca te vea las llagas. Después cerró los ojos. Los párpados le temblaron por un momento. Pa le retiró la sabana y me mostró su cuerpo, ya no era moreno, se había vuelto blanco lechoso, del material del que está hecho el frío. Los pechos eran muy pequeños, como los que yo tengo, las costillas sobresalían como las de un Jesús crucificado y el pubis estaba cubierto por vello negro y muy grueso. Mira a tu ma, dijo. Mírala ahora qué ha cerrado los ojos para nosotros y los tiene abiertos hacia el cielo". Lo que sigue es igual de bueno. Es muy bueno de verdad. Son nueve las voces ficcionales que construyen esta historia y lo hacen desde su posición, pero sin abandonar el propósito de contar: García Freire no incurre en ese perderse etéreo que caracteriza a demasiados relatos corales. Aquí los personajes van tomando el relevo como en una carrera que se precipita sin remedio en pos del capítulo final. Hay santidad pese a la soledad y a las cadenas de los malvados. La carne viva es mala en ese pueblo "de clima soez", en palabras de uno de ellos.
En Cocuán se sabe: no hay muerto que pague. Ninguna broma: también se sabe, en Cocuán y en todas partes, que una deuda es un buen motivo para seguir a alguien al fin del mundo —al fin del suyo, al menos—. En este pueblito e infierno grande se juega a las deudas, y en esas todo paisano acaba teniendo algo adeudado que pagar. Las deudas se contraen de muchos modos: algunas no son económicas y tienen nombre y pelaje de maldición generacional. Igual que sobre el bosque antiguo de Cocuán crecen los pinos plantados por temor, bajo el sustrato de la religión nueva siguen reptando y horadando la tierra los credos, cantos y rituales antiguos, que en el fondo de las mentes, las familias y el día a día se agazapan y respiran, y a cada fracaso de la rutina estéril, asoman su hocico con olor a ave para recordar que allí siguen y que conservan su poder, para cuando se dejen por fin los experimentos importados de lado, y se vuelva a lo que echa raíces bajo los pies; saberes arcaicos como los que manejan algunos de los personajes de G. Freire, algunos de ellos tan excepcionales como ese muchacho como endemoniado, Ezequiel: la descripción de lo que ve es uno de los mejores momentos del libro, un pasaje aterrador y magistral. Solo por ese niño y sus visiones hay que comprar este Trajiste contigo el viento: por él, y por la santa Mildred Capa y sus hermosos párrafos en compañía de los cerdos: qué bellos episodios y cómo se odia rápido a los congéneres. Qué vil la ignorancia y el rodillo que intenta imponer las visiones únicas. Es esta historia ficción pero es dos mil veintidós y todavía peleamos contra los fanáticos del rodillo, mientras soñamos con una cueva y unos ojos velados con los que ver todo lo que no es esto, sino otra cosa, en otro lugar.