MURCIA. Resident Evil no ha tenido suerte con sus adaptaciones a otro medio que no sean los videojuegos. Cierto que alguna de las películas del tándem Paul WS Anderson-Milla Jovovich es un buen producto de entretenimiento en sí misma (en realidad, casi todas), pero sin apenas conexión con la franquicia de survival horror de Capcom a la que adapta más allá de que aparezcan fugazmente personajes que hemos visto en el juego. Fuera de estas adaptaciones libres, ni las series de animación, ni la reciente película con pretensión de reboot, ni desde luego la última serie de acción real de Netflix lo consiguen.
La serie de Constantin Films creada por Andrew Dabb (Supernatural), que cofirma el guión y dirige algunos episodios, intenta crear una historia propia a partir de los hechos de todos conocidos a través del juego y el universo Anderson-Jovovich: una empresa muy, muy mala que solo piensa en hacer caja sin importarle provocar el apocalipsis zombi (siempre me he preguntado, ¿a quién le van a vender sus productos si todos son muertos vivientes?), vuelve a las andadas años después de que el Gobierno tuviese que borrar Raccoon City del mapa para ocultar su cagada. Una idea de base que necesita dos premisas: que todos los accionistas de Umbrella sean una panda de psicópatas inconscientes sin prisa por cobrar dividendos, y que el Gobierno que debería controlarla esté presidido por un personaje de Leslie Nielsen.
Pero aceptémoslo y sigamos adelante. La serie traslada la acción a Sudáfrica, que hay como menos control respecto a las multinacionales asesinas, y luego a Londres, que siempre queda bien como escenario de apocalipsis (hola, 28 días después). En fin, la nueva Resident Evil intenta varias cosas para, digamos, ganarse su propia idiosincrasia más allá del título, y supongo que para poder decir que ha ofrecido algo más que adaptar un videojuego de zombis y tiros. El problema es que todo lo hace mal. Conclusión: sus creadores (y mira que Dabb es buen conocedor del universo comic-conero) no han entendido nada, y tampoco les importa demasiado.
El creador del Resident Evil de las consolas explicó una vez, y siento no poder enlazar la cita porque la leí en una revista de papel (cuando los ordenadores domésticos no estaban conectados a internet y te actualizabas el PC Futbol de Dinamic Multimedia comprando disquetes en el quiosco), que su intención era que los jugadores se cagasen encima de miedo, pero al mismo tiempo ofrecerles la posibilidad de descargar su adrenalina disparando contra los monstruos. Eso es lo que ninguna adaptación de Resident Evil ha entendido: no hablamos de una historia de acción, sino de horror. Es lamentable que el cine o la televisión hayan sido incapaces de recrear la atmósfera del Resident Evil 2 de Play Station (recuerdo el vello de la nuca de punta mientras doblaba las esquinas de Raccoon City manejando a Leon S Kennedy), como sí supo hacer, más o menos, la traducción al séptimo arte de Silent Hill.
La serie de Netflix no es una excepción. Si en las películas de Jovovich nunca hay tensión porque Alice es una especie de superheroína inmortal, en este caso es porque salta a la vista que todos los personajes son idiotas excepto la protagonista, Ella Balinska. Más problemas: la protagonista es la supuesta hija del antagonista histórico de la saga, Albert Wesker, quien por cierto cambia de raza por arte de birlibirloque (lo interpreta Lance Reddik) y a nadie en Umbrella le parece raro. Los zombis, mal maquillados, podrían hacer podio en los 100 metros lisos, más en la línea de Guerra Mundial Z que en la de los videojuegos o las películas fundacionales del género ("Alguien debería recordarles que esas cosas están muertas", dijo George A. Romero de esta nueva moda de zombis velocistas). Y sobre todo, la serie apuesta por un montaje en paralelo de dos líneas temporales, el 'presente' de 2036 y el momento en que se jodió el Perú (y el resto del mundo) en 2022, sin ningún sentido.
Dicho todo esto, ¿se deja ver Resident Evil? Pues sí, siempre que uno no sea parte del fandom más reaccionario de la franquicia o, mejor aún, no haya tenido contacto previo con la saga. Siendo condescendientes con el hecho de que los efectos especiales no son nada del otro mundo (se intenta tapar, como mandan los cánones, jugando con la iluminación y el montaje), que la historia del 'presente' no se la tragan ni los zombis hambrientos (la del 'pasado' sí tiene algo de coherencia interna), que los diálogos flojean y que hay personajes rematadamente mal escritos, sí hay partes rescatables. El trasunto de Jack Black que interpreta el irlandés Turlough Convery en los primeros episodios, por ejemplo. Pero en una plataforma con tanta oferta como Netflix, acostumbrada a defenestrar los productos que no responden a sus expectativas, no se si será suficiente para sostener el optimismo de sus creadores, que ya piensan en una segunda temporada donde prometen respetar más el universo original.