MURCIA. Esta semana se enmendó un error en Cannes. En 1992, cuando Quentin Tarantino (Tennessee, Estados Unidos, 1963) se las hacía felices con la idea de que su ópera prima, Reservoir Dogs, participara a concurso en la Quincena de Realizadores, el entonces director de este apartado independiente del festival la desmereció. A pesar de que la película se programó fuera de concurso en la Sección Oficial, al realizador se le quedó clavada la espinita.
«Era mi primera película y sabía que en la Quincena podías ser descubierto no por un crítico, sino por la escena internacional. Existía la leyenda de que este era el lugar donde debutar: la gente te aceptaría o te rechazaría, pero serías visto», ha compartido el cineasta durante una clase magistral impartida como invitado especial de esta sección que busca impulsar a las y los cineastas y contribuir a su descubrimiento.
El encuentro sirvió de puesta de largo de su libro Meditaciones de cine (Reservoir Books, 2023), donde repasa sus filias como espectador del movimiento nuevo Hollywood, nacidas en los años setenta en programas dobles de películas en cines de barrio. Entre sus páginas dedica un capítulo completo a reivindicar al director John Flynn, del que programó para los asistentes El ex-preso de Corea (John Flynn, 1977) en 35 milímetros. La proyección fue un viaje compartido con Tarantino, que reía y aullaba en el patio de butacas.
Durante la charla posterior, conectó este thriller de serie B con Harry el sucio (Don Siegel, 1971). Ambas estuvieron destinadas a una mayoría silenciosa, integrada por los soldados que a su vuelta de Vietnam no reconocían Estados Unidos, sumido en una dinámica contracultural y libertaria que no se ajustaba a sus principios conservadores. Quentin es fan de este tipo de cine, que dio origen al arquetipo del vigilante, esa figura fuera de la ley que se toma la justicia por su mano. En su día, el realizador disfrutó ambas películas sin analizar el aspecto político subyacente.
«Con mis guiones también ha habido controversia. Hay gente que está en desacuerdo o puede malinterpretarlas, de hecho, la mayor parte de las veces me siento disconforme con las lecturas que se hacen», expuso.
También él ha errado en la lectura de ciertos filmes. Así le sucedió con Centauros del desierto. «Durante años no la aprecié. Me gustaba el personaje de John Wayne y comprendía su lado racista, pero al de Jeffrey Hunter no lo pillaba. Supongo que era por el tono de melodramas en los wéstern de los cincuenta», reflexionó en voz alta.
Tarantino no entendía cómo sus grandes ídolos, Steven Spielberg, Martin Scorsese, Paul Schrader y Peter Bogdanovich, tenían este clásico del Oeste en un pedestal. No obstante, al escribir el libro decidió revisarlo a fin de hacer la ligazón entre todos los capítulos. Y esta vez le gustó: «Me conmovió esta comunidad de personajes blancos aferrados a rituales para ser humanos, construyendo una versión de civilización en ese mundo salvaje. Lo que no compro es que Natalie Wood vuelva con ellos, me gustaría que Wayne la matara».
Aquel visionado le hizo apreciar a Ford, «un cineasta al que ya se pretendía cancelar antes de que existiera la cancelación». A este respecto citó la película Fort Apache (1948), donde se absuelve al personaje de Henry Fonda de cometer un genocidio. «Son películas que constituyen una representación fiel de la mentalidad de la época. En los cuarenta no creo que nadie censurara el final, así que es un vistazo a cómo era la gente. Vale que necesiten ser examinadas, pero no ir a la basura».
Su gusto por las películas violentas tanto como público como tras la cámara es una obviedad, pero estableció una línea roja: cuando detecta incompetencia al filmarlas. Para ejemplificarlo escogió Juego de patriotas (Phillip Noyce, 1992). Durante la trama de esta «jodida película», el agente de la CIA Jack Ryan, interpretado por Harrison Ford, asesina en Londres a un miembro del IRA que está planeando un secuestro. Su hermano, interpretado por Sean Bean, planea su venganza.
«Mi problema es que entiendo las razones de Harrison como también las de Bean. Este estúpido americano entrometido no solo ha jodido su plan, sino que ha matado a su hermano. Pero en lugar de presentarlo como un terrorista con un objetivo, empiezan a venderme que es un psicópata. Como las motivaciones del villano eran tan comprensibles tuvieron que convertirlo en un tarado y eso me ofendió profundamente», se explayó el director de clásicos contemporáneos como Pulp Fiction (1994) y Kill Bill (2003 y 2004), despachando cualquier atisbo de interés por la película entre el público asistente.
La venganza en su cine ha adquirido dinámicas de justicia poética al recurrir a la ucronía hasta en tres ocasiones. En Malditos bastardos (2009), Django desencadenado (2012) y Érase una vez en... Hollywood (2019). Tarantino descartó que ese motivo recurrente responda a una necesidad personal. En el caso del nazismo, su reescritura de la historia no estaba planeada en origen. «Un día a las dos de la mañana, escuchando música y pensando en diferentes ideas, escuché de repente una voz que me dijo: mátalos a todos. Era mi historia y podía hacerlo, ¡claro que sí!».
En el caso del asesinato de Sharon Tate, sí respondió en origen a un anhelo personal en origen. «Quería que los Manson fueran a la casa equivocada, realmente equivocada».