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ofendidita / OPINIÓN

Por el derecho al desgarro

26/01/2023 - 

Ellos todavía no lo saben, pero cuando alguno de los aprendices de tiburón explotadísimos en las Big Four (esas consultoras despiadadas que hace poco nos regalaron una jornada de fantasía en forma de inspección de trabajo) colapsen por estrés, asfixia y agotamiento tendrán que enfrentarse a un proceso para el que probablemente no estén preparados: el duelo. Un duelo por la carrera estelar que no tendrán, por el killer en el que pensaban que iban a convertirse, por una idea de éxito que ansiaban alcanzar a cambio de ejercer de carne picada. 

No es algo exclusivo de esos muchachos arrollados por el abuso laboral. De hecho, la sopa de confusión y tristeza que implica el duelo será un cordón invisible que les conecte, sin ellos saberlo, con todos los humanos que han vagado por este rincón de la galaxia. No hay existencia posible en la que la pérdida, la despedida y el adiós no hagan su aparición de una manera u otra. 

Que no cunda el pánico, lo que viene a continuación no es el enésimo artículo de opinión sobre la sesión de Shakira y Bizarrap. El asunto ya ha sido escudriñado, desmigado, intelectualizado, extrapolado, rebozado y deconstruido desde todos los ángulos y tamices posibles. Solo un apunte: este episodio ha mostrado el potencial que tiene un duelo amoroso como paraguas de la conversación colectiva. De la sororidad a la evasión de impuestos, pasando por el concepto de familia, la psicología, el marketing, la hegemonía cultural o los vericuetos del amor en el siglo XXI. Todos esos engranajes en movimiento al compás de un despecho.

Ha pasado ya más de una semana del estreno de la canción y eso, en esta época turbolíquida, equivale a unos 400 años, así que el asunto está a punto de caducar. Cero sorpresas. Lo cierto es que esa fugacidad encaja de maravilla con los códigos desde los que abordamos actualmente casi cualquier tipo de duelo, ya sea una ruptura sentimental, una amistad que se hace añicos o se diluye o una etapa vital a la que debemos decirle adiós (una de mis anécdotas fundacionales preferidas es el melodrama que monté al descubrir la auténtica identidad de ciertas figuras navideñas de gran relevancia. Mi profundísima tristeza venía no tanto de asumir la verdad sobre la magia como de intuir que tal revelación implicaba crecer… y eso no me convencía). La hipervelocidad que se exige en tantos otros aspectos de nuestras rutinas también ha conquistado la esfera de la despedida. Lo que tengas que sentir, más te vale que lo sientas rápido y pases a la siguiente fase. No hay tiempo que perder en ese croquis que es tu mejora constante. Quedarse más de tres segundos rondando la posibilidad o la añoranza resulta sospechoso.

En ocasiones el duelo no germina en algo que ha finalizado, sino que hunde sus raíces en un anhelo que jamás se materializó, como ese Ya No de Idea Vilariño (que habla de un amor quebrado, pero es aplicable a cualquier futuro imaginado que se desintegra ante nuestros ojos). De vez en cuando, una se enfrenta a los abismos de dejar ir las vidas que no ha vivido o las decisiones que no tomó. Te despides del sujeto que fuiste y también del que no llegaste a encarnar, de las geografías que recorriste y de las que nunca visitaste. Sin embargo, lo haces en silencio, culpable por estar dedicándole demasiadas energías a esos adioses que no encuentran comprensión ahí fuera, que se esperan indoloros e inocuos, que hasta se consideran una frivolidad, un privilegio.

Quizás el único duelo con salvoconducto para ser transitado sin tibiezas sea el de la muerte, el duelo por antonomasia, la despedida devastadora y total de un ser querido. Pero, en realidad, a la persona que se queda se le conceden unos días de respiro tras el tifón, el escuálido consuelo de cuatro o cinco frases hechas y poco más. Se exige que la herida cicatrice lo antes posible y que su rutina vuelva a adquirir la textura de lo que se consideraría ‘la normalidad’.

Si a la recomposición tras esa ausencia definitiva y categórica que es el fallecimiento le meten prisas, imaginaos los poquísimos resquicios que encuentran otras pérdidas. En la dictadura de la felicidad que domina nuestra charca, la única respuesta válida ante cualquier evento debe ser un entusiasta paso adelante, un momento de crecimiento, un inventario de logros y aprendizajes. De todo trauma se ha de sacar una enseñanza para cultivar aún más la sonrisa. No se trata de negar el dolor, sino de permitirlo únicamente en su versión más liviana. De admitirlo solo como una manifestación contenida y pedagógica, una herramienta para la autosuperación. Entra aquí, por ejemplo, el sadfishing, término ideado por la periodista Rebecca Reid  y que describe la tendencia de algunas influencers a mostrar en redes sus tristezas (si hay foto con lágrimas, aún mejor) para lograr casito momentáneo; una vuelta de tuerca en clave atribulada a la economía de la atención. En una story cuentas tus penas, en la siguiente se retoma la programación habitual de publicidades encubiertas. También se inscribe en esta narrativa la ya clásica máxima de los mundos tuiteros "Una lloradita y a seguir". El diminutivo y el verbo: no puedes permitirte una ‘lloradota’, un llanto descarnado, sino un breve escarceo con el lacrimal y, además, esos instantes de pesadumbre son solo un respiro antes de continuar con tu tarea.

Frente a esa promoción de los pesares ligeros, frente a esas congojas mesuradas (ya sabes, no hay nada peor que parecer una histérica) y esos duelos fugaces, es hora de reivindicar el derecho al desgarro, al dolor profundo. El derecho a romperse en pedacitos muy chiquititos y atravesar unas migajas de desquiciamiento irracional de vez en cuando. A esas pequeñas dosis de enajenación poco edificante (para más información al respecto: Annie Ernaux). Ese desgarro no es funcional, no es útil, no es práctico, te escacharra la maquinita de la productividad, no te hace crecer como ser humano, quizás no aprendas nada en el camino. Pero a veces una chica (y un chico también; todos estáis incluidos en esta tómbola de la grieta y el destrozo, no os preocupéis) necesita habitar su propio sufrimiento un ratito más de lo socialmente aceptado. Necesita reconocerse en él, adaptarlo a sus ritmos, entenderlo, vivirlo desde una intensidad en la que solo deba rendirse cuentas a sí misma. 

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