Desde que estalló la guerra de Ucrania, la inflación está disparada y llega a valores desconocidos en varias décadas. En muchos países, para niveles similares hay que remontarse a la crisis del petróleo de 1973 y sus coletazos subsiguientes, que causaron crisis financieras hasta principios de los años 80. Naturalmente, hay ahora muchas histerias al respecto. Al lado de esto, el hecho de que la Unión Europea y España estén ahora mismo en el nivel de paro más bajo desde el año 2008 casi pasa desapercibido. Esto no es casualidad o dejadez, sino ideología pura y dura.
Paro e inflación son caras opuestas de la misma moneda, y como norma solo una puede mirar para arriba. Cuando rozamos el pleno empleo (definido por la OCDE como "entre un 4 y un 6% de desempleo", y aún estamos lejos de eso), casi todo el mundo está trabajando, ganando un sueldo, y gastándolo en consumo. Consecuentemente, puede haber carencia de ciertos productos (y como no hay trabajadores en paro disponibles, es difícil aumentar la producción), la demanda supera a la oferta, los precios empiezan a tirar hacia arriba, y ya tenemos la inflación. Y al revés, si el paro sube y mucha gente pierde su empleo, dicha gente limitará muchísimo su gasto, el consumo decrecerá rápidamente, y con ello la presión sobre los precios. O, en otras palabras: bajar ambas variables a la vez es casi imposible, lo mejor a lo que podemos aspirar es a lograr un equilibrio razonable.
(Si preguntásemos a los ministros de Economía de los primeros dosmiles, seguramente nos dirían que ellos sí lograron controlar ambos factores e iniciar una época de bajo paro e inflación moderados, los felices años cero hasta la crisis del 2008. El inocente truquito para obrar este milagro es que los aumentos del precio de la vivienda nunca contaron para el IPC, porque la compra de vivienda no es "consumo" sino "inversión". De haber entrado la vivienda en el IPC, o de haberse dirigido al consumo las ingentes cantidades de dinero que manaron en aquellos años de hipotecas desbocadas, Rodrigo Rato y Pedro Solbes se habrían enfrentado a tasas de inflación de alrededor del 10%, superiores a las de ahora.)
Ahora bien, ¿Cuánta inflación es razonable? Pues ahí está la madre del cordero. En realidad, los economistas no tienen muy claro si existe tal nivel razonable. Evidentemente, una inflación del 50% es una catástrofe… pero también lo es un nivel de paro similar. Sin embargo, que el actual nivel del 8% de inflación para algunos sea poco menos que una emergencia nacional, y en cambio el 17% de paro que arrastramos de media desde hace cuatro décadas no lo sea, ya no es una cuestión técnica, sino ideológica.
No siempre fue así: el consenso europeo tras la Segunda Guerra Mundial era que, ante la duda, primara el pleno empleo por encima de la inflación. Una convicción nacida de las lecciones del pasado, de la miseria de los años 30, de la convicción de que el alto paro había aupado a Hitler y Mussolini al poder… y un poquito también por miedo al Ejército Rojo y a la sociedad que este traía detrás, que tenía sus cosas, pero el paro no era una de ellas. Por eso, políticos tan poco de izquierdas como De Gaulle, Adenauer, o De Gasperi impusieron la prioridad del pleno empleo y otras medidas altamente intervencionistas. Por proponer menos de la mitad de lo que aplicaron aquellos conservadores de misa diaria (Alcide De Gasperi, democristiano y desde 1993 en proceso de beatificación, incluso realizó una reforma agraria en Italia), hoy a usted le llamarían comunista.
Fue un consenso tan exitoso y persuasivo que llegó incluso a España (aunque en aquel momento las decisiones aquí no se tomaran por consenso precisamente, y España tenía la ventaja de poder beneficiarse indirectamente de dichas políticas en Centroeuropa, exportando su mano de obra sobrante), y acabó plasmado en el artículo 40 de la Constitución de 1978, que dice que los poderes públicos de manera especial realizarán una política orientada al pleno empleo. Ese artículo ahora parece una antigualla (por no mencionar que durante estos 44 años ha sido mayormente un brindis al sol): casi inmediatamente después, el consenso de posguerra se quebró, y se produjo el ascenso del neoliberalismo. Una ideología a ratos bastante líquida, pero con una idea-fuerza bastante clara: priorizar la lucha contra la inflación sobre el pleno empleo. Como los años 70 fueron años de un cierto gripaje económico (al menos, comparados con los 50 y 60 – desde el punto de vista actual, los niveles de paro y crecimiento parecen de ensueño) y las viejas recetas keynesianas ya no parecían funcionar, los políticos neoliberales tuvieron su oportunidad e impusieron sus criterios como el nuevo "consenso". Un consenso consagrado definitivamente en una moneda, el euro, cuyo tratado fundacional (imposible de reformar, pues es un tratado internacional que requiere unanimidad de sus firmantes) subordina cualquier política de crecimiento y creación de empleo al control de los precios, limitados sin ningún criterio económico al 2%. En esa trampa seguimos hoy, con el propio Banco Central Europeo desde hace una década buscando a la desesperada formas de saltarse sus propias reglas.
Una de las razones para la victoria de los neoliberales fue que una inflación del 10% afecta inmediatamente a todo el mundo. Un paro del 10% (que en cualquier país de la UE salvo España y Grecia sería considerado una emergencia nacional), en cambio, no afecta inmediatamente al 90% que sigue empleado, aunque por solidaridad pudieran movilizarse. Pero para eso entró en juego la faceta cultural del neoliberalismo, insistiendo en que cada uno tiene que preocuparse solo por él mismo, y que si Fulano está en paro es culpa suya y algo habrá hecho (que Fulano esté en paro también es una desgracia para la familia de Fulano, los hijos de Fulano y otros dependientes de Fulano que igual no han hecho nada, pero lo bueno del egoísmo neoliberal es que te permite decirte que eso no es tu problema).
Que el paro no te afecte en el corto plazo, sin embargo, no te libra de aciagas consecuencias en el largo. Un 10% de paro significa que tu salario ya no crecerá igual porque el empresario puede decir "tengo a 100 en la puerta que lo hacen por menos". Significa menos oportunidades de cambiar de empleo, y una competición entre trabajadores por cada puesto, en vez de tener a las empresas compitiendo por los trabajadores, como era el caso en los Trente Glorieuses, los “gloriosos” 30 años de 1945 a 1975, una época de la que un comunista contemporáneo dijo una vez: “quienes no han vivido los años 50 y 60 ni siquiera saben lo bonito que puede ser el capitalismo”.
Como las sociedades humanas son complejas, si aprietas por un lado saldrán las cosas más inesperadas por otro. El final de los años 70 coincide con una caída brutal en las tasas de natalidad de Europa occidental, las cuales desde entonces no se han recuperado. Algo que obviamente depende de muchos factores pero que filosóficamente tiene todo el sentido: si la doctrina económico-ideológica dominante afirma que es perfectamente válido -¡y hasta necesario!- excluir a un elevado número de gente del mercado laboral en nombre del tótem de la "estabilidad monetaria", si básicamente estás diciendo que esa gente "sobra", que es mejor que estén sin hacer nada a que contribuyan algo a la sociedad, que en tu filosofía existen los humanos innecesarios (o peor, que solo son necesarios para "sufrir", reduciendo su consumo para así poder contener la inflación) - ¿para qué va a traer la gente más humanos al mundo? ¿Para que sobren, para que sufran, para que vayan directos al subempleo o a las filas del paro?
Todo esto no es solo un debate filosófico, sino una disyuntiva muy real. En el año 2014, las cuentas del Deutsche Bank fueron más importantes que el 27% de paro en Grecia. El resultado de ese choque se siente hasta hoy: nadie quiso seguir los pasos de SYRIZA, y los ataques frontales al modelo del euro desaparecieron silenciosamente de los programas de las izquierdas, incluyendo Podemos. Pero el descontento siguió allí, y lo recogió el populismo autoritario nativista, que hoy sube en todo el continente redirigiendo el malestar con el neoliberalismo hacia otros consensos incluso más básicos, democráticos y humanitarios. Por eso (y solo por eso, y habrá que ver si llega a tiempo y es suficiente) se está abriendo un poco la mano desde Frankfurt y Bruselas, pero eso no significa que estemos a las puertas de unos nuevos Treinta Gloriosos: la arquitectura del euro sigue en su sitio, como lo hacen las herramientas del capitalismo global para castigar a los pecadores con su capacidad de hundir, mediante ataque especulativo, cualquier moneda o economía que se salga del "consenso". Así que igual es el momento de darle unas cuantas vueltas a nuestras prioridades, o pronto volverá a ser válido lo que dijo un economista durante la Gran Depresión: "La cuestión de nuestro tiempo es elegir entre el aumento de los precios… o el aumento de los dictadores".