La noticia, al margen de cómo se definan los términos, tras muchos dimes y diretes, es que los niños van a poder abandonar el confinamiento durante un ratito todos los días. Y los que no salimos nada más que a tirar la basura desde hace mes y medio, hemos suspirado: ¡quién fuera niño!
¡Con qué poco nos conformamos después de tan largo enclaustramiento! ¡cómo hemos relativizado muchos conceptos que parecían incuestionables!
Un paseo por el barrio, o por el parque, se convierte en un tesoro, porque echamos de menos una libertad tan elemental, y que damos tan por sentada, como la de salir a la calle cuando nos apetezca.
Y asociando esas ideas, la de salir al parque y la de la niñez, nos traslada la memoria a los días felices en los que nuestras vidas transcurrían apacibles y despreocupadas, sintiéndonos queridos y protegidos.
Y nos vemos a nosotros mismos echando de comer a los patos del jardín de Floridablanca, o retratándonos sobre una moto de cartón piedra en la Glorieta, o de la mano de la tata en Santa Isabel. En el Santa Isabel anterior al anterior, quiero decir.
Los jardines de mi niñez son los más antiguos y emblemáticos de Murcia, si les añadimos el Botánico, hoy llamado del Malecón y el de Santo Domingo. Y no, no hay que sumarles la Seda o el Salitre, que no tuvieron la condición de parque público hasta las los años 80 y 90 del siglo pasado.
Si la Glorieta siempre fue un espacio abierto, situado entre donde ha radicado desde el tiempo de los musulmanes el gobierno de la ciudad y el río, y Floridablanca uno de los primeros jardines de España para disfrute ciudadano, desde el siglo XVIII, la historia de Santa Isabel es mucho más compleja.
El terreno que hoy ocupa ese céntrico lugar de esparcimiento fue el emplazamiento del convento de franciscanas del mismo nombre, fundado en 1443 y derribado en 1836, muy poco tiempo después de ser expulsadas las monjas en cumplimiento de los decretos desamortizadores del ministro Mendizábal. El brazo ejecutor fue el corregidor local Pedro Chacón que, para redondear la faena, dio su nombre a la plaza resultante, con escasa fortuna, por cierto.
Andando el tiempo, el solar religioso se trocó en jardín romántico, con sus altos árboles, sus pérgolas y parterres, y dos elementos determinantes y distintivos: el arco del Vizconde, del que, con mejor intención que acierto, podemos contemplar hoy un remedo tras la más reciente remodelación del jardín, que se produjo en 1999, y el monumento a la Fama, de cuyo pedestal también se hizo una imitación y para el que se recuperó la estatua original que lo coronaba.
Estatua que es un molde de uno de los arcángeles del retablo de la vecina iglesia de San Miguel, realizados por Salzillo. El monumento fue promovido por el escritor murcianista, aunque no murciano, Javier Fuentes y Ponte, e inaugurado en el otoño de 1869.
Y llegado otro otoño, el de 1966, a punto de cumplirse un siglo de aquella histórica ocasión, el monumento, y el jardín todo, fue desmantelado y relegado al olvido, para que ocupara su lugar el impersonal espacio, desprovisto de arbolado y de gracia alguna, que se mantuvo durante tres decenios y bajo el cual se abrió el primer aparcamiento público subterráneo de la ciudad. Fue el 5 de enero de 1969 cuando las autoridades cortaron la cinta de las nuevas instalaciones.
Y en 1971 quedó colocado el nuevo monumento a la Fama, obra del gran escultor murciano Juan González Moreno, que tras la última transformación del antiguo solar de las Isabelas fue a parar, sobre un pedestal completamente ajeno a la concepción original, a los jardines situados frente al Rectorado de la Universidad, a orillas del Segura.
Seguramente, una de las actividades útiles para esa hora de paseo de la que disfrutarán los niños podría consistir en interesarles por las cosas de la ciudad que habitan; en despertar su curiosidad por los monumentos junto a los que pasan todos los días; y, en definitiva, en enseñarles a amar a su tierra. Digo yo.
José Emilio Rubio es periodista