Ridley Scott estrena un Napoleón de gran poderío visual protagonizado por Joaquin Phoenix y una inmensa y seductora Vanessa Kirby como Josefina
MADRID. Si van al cine a ver la última película de Ridley Scott, Napoleón, estrenada este viernes 24 de noviembre, probablemente les parecerá indiscutible que se trata de una película impresionante, espectacular, de gran poderío visual. Sin duda, lo es. La dirección artística, de actores, la puesta en escena, la fotografía, los encuadres, el sonido, el vestuario, el maquillaje, todo es deslumbrante. Pero no se trata de una película admirable y atrevida solamente por la naturaleza de su producción (algo nada menor, por supuesto) sino también por lo que se propone Ridley Scott en ella: contar la historia de un personaje tan inabarcable como insondable.
46 años después de la hermosa Los duelistas, el director británico vuelve a la época napoleónica para filmar la biografía de la mítica figura, desde 1793 con la decapitación de María Antonieta y el Sitio de Toulon – su primer gran triunfo, que lo impulsó como prometedor estratega- hasta su exilio en la isla de Santa Elena en 1815, tras la derrota en la batalla de Waterloo. Desde una aproximación libre, manejando a su antojo los hechos históricos, con licencias como el encuentro inventado entre Napoleón y el duque de Wellington (algo perfectamente lícito, ya que se trata de una ficción), Ridley Scott narra de manera clásica y cronológica (aunque también con ausencias importantes como la guerra de la Independencia Española) las grandes batallas de la carrera militar del emperador francés. En esas escenas épicas que recuerdan a lo mejor de Gladiator (pero aquí a mayor escala y perfeccionado) es donde resulta fascinante la capacidad del director para planificar y rodar en inmensos escenarios reales, con cientos de extras, caballos, coreografías imposibles y varias cámaras. Pero más allá de su incuestionable potencia visual, otra de las grandes bazas de la película está en la forma como se acerca al personaje, alternando esa dimensión pública con la más personal, tratando de desentrañar la intensa y compleja relación del protagonista con Josefina, su esposa durante gran parte de su vida y su único amor verdadero.
El relato de esa relación es el que permite ahondar en la parte más oscura y enigmática de Napoleón, en su lado en sombras, en su dimensión más extravagante, animal e impulsiva (las escenas de sexo dicen mucho del personaje) y en su fragilidad, en sus puntos débiles, en sus miedos y obsesiones. Ridley Scott lo narra huyendo de la caricatura, desde una intimidad especulativa, a través de la reconstrucción subjetiva de las distintas fases por las que pasó la relación, de la supervivencia de ella al inicio a la atracción y la dependencia mutua, la toxicidad, el dolor, la melancolía y una forma muy singular de entender el compromiso, la lealtad y el amor incondicional. En la interpretación de ese complicado y profundo vínculo es donde brilla la pareja protagonista, un imponente y por momentos demasiado hermético Joaquin Phoneix que sobresale en esas escenas íntimas y una inmensa y seductora Vanessa Kirby que con su composición del personaje, su capacidad para cambiar de registros, de la sensualidad y la provocación a la amargura, nos regala una de las mejores y más sugerentes cosas del filme.
El Napoléon de Ridley Scott es exactamente lo que pretende ser, algo admirable dado lo ambicioso de la propuesta. A pesar de su excesivo metraje (dos horas y media), una película que, en tiempos donde el cine épico y de acción parece estar dominado por los efectos digitales (a menudo torpes y poco creíbles), nos brinda la posibilidad de disfrutar de todo un espectáculo, una epopeya tan clásica como monumental, visualmente impecable, con imágenes bellísimas, y cuya forma de aproximarse a un personaje tan inabarcable resulta cuanto menos estimulante.