MURCIA. Hace veinte años compré una pequeña parcela abandonada de cítricos en la huerta de Murcia. Por entonces visitaba a menudo a un amigo que vivía en Era Alta y vi una buena oportunidad de inversión. Hoy sería lo último que vendería.
Como todo lo que empieza, mi mujer y yo lo cogimos con ilusión. Íbamos casi todos los fines de semana, trabajamos duro y la recuperamos, plantando nuevos árboles y plantas de jardín que compramos en viveros o que nos regalaban los amigos. Muchas se malograron, no superaron la canícula del verano, los rigores del invierno o nuestras ausencias y falta de cuidados, pero las otras se hicieron fuertes y son auténticas supervivientes.
Cuando mi hijo era pequeño pasábamos allí muchos fines de semana, al aire libre. Él disfrutaba ayudando a plantar, a coger naranjas o paseando con orgullo una pequeña carretilla amarilla de plástico llena de tierra, olivas, naranjas o cualquier cosa que cupiese, incluido algún que otro perrillo que tuvimos.
Luego, con el paso de los años, me quedé solo con el huerto. Mi hijo se metió a un club deportivo que junto a los estudios le absorbieron por completo y, mi mujer, como buena autónoma, en medio de tanta crisis y presión fiscal, tuvo que dedicar el grueso de su tiempo a trabajar. Y las vacaciones las pasábamos en la playa.
También mis padres, cada vez más mayores, demandaban mayor atención y cuidados, y mi dedicación al huerto se llegó a limitar a intervenciones de urgencia, como cuando tras unas copiosas lluvias de primavera, en la que crecieron mucho las malas hierbas, una terrible plaga de caracoles chupaeros casi acaba con mis naranjos.
"El mundo se había detenido, pero en mi jardín la vida continuaba"
Tras la muerte de mi madre, como disponía de más tiempo libre, poco a poco, empecé a echar horas en el cuidado de lo que empezaba a ser, más que un huerto, un jardín. Árboles y trepadoras se habían hecho grandes y había que podarlos todos los años, las plantas de flor que regarlas, abonarlas y reponer las de temporada. La grama, que se expandía por todas partes, había que cortarla frecuentemente. El huerto, labrarlo, hacer caballones y regarlo. Y un sinfín de tareas más… sin darme cuenta me fui ajardinando en un proceso que se vio acelerado por las inconcebibles medidas que trajo la covid.
Como tenía perros que atender pude capear los inconstitucionales encierros pasando buenos ratos en mi huerto. Era primavera y latía el corazón verde con fuerza, y la luminosa luz abarcaba el sepulcral silencio que todo lo invadía. El mundo se había detenido, pero en mi jardín la vida continuaba. Fue entonces cuando comencé a sentirme parte de que aquel pequeño mundo de plantas y animales, de fuego, agua, viento y tierra.
Dejé de estar en mi jardín y pasé a ser mi jardín, me ajardiné. A pasarlo mal cuando sufren mis plantas con el calor y la sequía del verano y a disfrutar cuando regaba o llovía. A andar descalzo sobre la grama y sentir cómo suben las fuerzas telúricas de la primavera que vivifican los nuevos brotes. A echarlo de menos en su ausencia, a pensar continuamente en los cuidados que me demanda. A procurar su bienestar, como si de una amada se tratase.
Todo a mi alrededor parecía tambalearse, trabajo, relaciones, hasta lo más sagrado para mí, las misas, dejaron de celebrarse y cerraron demasiadas iglesias. Sin embargo, tras la valla de mi jardín me sentí seguro, como un náufrago que en medio de la tormenta que lo arroja contra los acantilados se sujeta a una roca firme.
Y poco a poco fui descubriendo que no era yo el que cuidaba el jardín, sino que era él quien cuidaba de mí.
Descubrí que los límites entre mi yo y mi no yo son imprecisos, lo que redujo mi soberbia. Porque ¿dónde acababa lo que yo procuraba al sembrar una semilla o plantar un árbol y lo que hacía la naturaleza?
Alivió mis heridas y fracasos, enseñándome que existen segundas oportunidades. Si los tomates o las habas que plantaba no iban bien, no pasaba nada, el próximo año me podía ir mejor. Como dicen en la huerta: "Una mata que no ha echao".
Me acostumbró a tener paciencia, a esperar, porque la naturaleza tiene sus ritmos y nosotros poco o nada podemos hacer por cambiarlos.
Redujo mis temores por el futuro, por el porvenir, ya que constataba cada temporada cómo la vida siempre se abre paso.
Me hizo sentir que la realidad, la verdad y la belleza eran una misma cosa y pude gozar de ellas en medio de los anodinos mundos virtuales de ficción de las pantallas.
Mejoró mi atención y capacidad de observación, mediante el entrenamiento continuo de buscar signos que me indicasen de manera temprana alguna necesidad o enfermedad de las plantas.
Desarrolló mi creatividad e imaginación porque ¿qué es un jardín sino la búsqueda permanente de nuevas composiciones y las plantas más idóneas y bellas? La concreción de una idea, de un paisaje imaginado.
Me enseñó a valorar los alimentos que con tanto trabajo a veces cultivaba, y a dar gracias por los que generosamente me ofrecía la naturaleza, como las acelgas de campo o los cardos.
A comprender la naturaleza holística de nuestro planeta Tierra, y que cualquier modificación o cambio conlleva el de todo el conjunto.
Definitivamente, cuidar un jardín o un huerto, ajardinarte, no es una ocupación banal. Te dignifica, te hace más humano, y te ayuda a comprender el significado de la expresión de Madre Tierra.