Tiempo de Papel Ediciones, sello de Librería Berlín, espacio para amantes del aroma a lignina, se atreve a editar una historia de uno de los grandes temas que la sociedad mundial evita
MURCIA. El mundo humano es un mundo forzosamente sordo y ciego; no quiere oír ni ver, le molesta la luz, la voz: le es mucho más cómoda la cacofonía, el deslumbramiento, la razón peregrina para pasar la página sin contemplaciones. Lo peor de todo es que ni siquiera es culpa suya —de ese suya colectivo que cuando se desgrana en individualidades diluye la responsabilidad—: es cierto que en la vorágine del día a día, con las penurias llevaderas que nunca llegan a la combustión, uno siempre tiene excusas —en realidad, motivos— para seguir pensando en sus cosas, porque las cosas de cada uno son de verdad muy relevantes. Las velocidades inhumanas que transigimos con ayuda de fogonazos de autoestima en forma de notificaciones, y en gran medida, de químicos, si bien no nos dan la razón, sí nos justifican: seamos francos, esto en lo que estamos no es normal, uno ni siquiera tiene tiempo de asumir que no da más de sí, e incluso cuando lo asume, es solo una cuestión temporal, una baja a veces, un supuesto de cambio de vida en otras, a veces incluso un hijo.
Pero —atención—, uno, el que escribe, el que lee, cualquiera, no quiere ser un cenizo: poner palabras a todo esto es cenizo, lúgubre, así que mejor demos un salto adelante y centrémonos en el tema: hace un año, en las postrimerías del año dos mil veinte, un pequeño país que aquí en España no nos dice mucho —se llama Armenia—, un pequeño país del que una paisana como es Virginia Mendoza, fantástica escritora, escribió mucho —en ese libro titulado Heridas del viento que editó La línea del horizonte—, sufrió la agresión de otro país del que tampoco sabemos demasiado por estas latitudes; ese país se llamaba Azerbaiyán y contaba con el apoyo de la Turquía de Erdogan y sus drones. Aquí, en España, donde no viven pocos armenios, donde celebramos a un santo armenio como es San Blas en muchos municipios —como puede ser, por mencionar uno, Torrent—, la guerra de poco más de cuarenta días pasó desapercibida —unas hostilidades más, tirando de eufemismos europeos, en un país lejano—. La guerra acabó, pero los muertos siguieron. Nuestra Unión le dedicó unas pocas palabras: la UE pedía que cesasen las hostilidades. Vale.
La cuestión es que lo que comenzó el veintisiete de septiembre de dos mil veinte tiene unas raíces profundas, obstinadas, que se remontan a mucho más atrás: si somos justos con la historia, y debemos serlo, tendríamos que remontarnos a unos tiempos pretéritos, a una época bíblica en la que ya existía el pueblo armenio, mucho antes de que otras naciones comenzasen a dejar su huella en la historia. Hablamos del reino de Urartu, hace varios milenios. Si avanzamos un poco, hasta mil novecientos quince, seremos testigos del crimen que sentó las bases de la palabra genocidio: a comienzos del siglo pasado, el imperio turco otomano perpetró uno de los peores crímenes que la humanidad recuerda: se llama genocidio armenio —hay que llamar a las cosas por su nombre—, y consistió en el asesinato —la matanza— planificada de un millón y medio de armenios que vivían en sus tierras ancestrales.
Los detalles son tan escabrosos que no entraremos en detalle en ellos, sí diremos que la vileza humana alcanzó cotas máximas en el destierro brutal hacia tierras sirias a través del desierto, que incluyó atrocidades horribles, violaciones horribles y sistemáticas y ejecuciones mediante métodos que ponen en duda la humanidad del concepto humanidad. Si estamos tardando en entrar en materia en este artículo que versa sobre libros es porque la introducción es desagradable pero necesaria, porque aquí, en España, de esto sabemos poco. El caso es que de aquel episodio terrible quedó la diáspora de un pueblo antiguo, una diáspora tan masiva previa al holocausto de los judíos que hoy día son muchos más los armenios fuera de su patria que los que quedan en ella, resistiendo a genocidas y a imperios y a la indiferencia internacional.
Esto no es un artículo sobre historia, disculpen al que escribe, pero es que la ignorancia sobre tan funesto capítulo de la historia humana es tan grande que para contar la novela de la canadiense Rima Elkouri es preciso invertir letras en varios párrafos: como cabe suponer, tamaño genocidio dejó heridas profundísimas en el tejido de la nación armenia; fueron muchas las mujeres secuestradas y obligadas a habitar una supervivencia cautiva. Muchas de esas mujeres —en muchos casos niñas—, acabaron en casa del genocida, continuaron sus vidas repletas de cicatrices, siguieron respirando, tuvieron hijos bajo el nombre del asesino. Pasaron los años y tuvieron también nietos, y en algunas ocasiones, pasadas las décadas, sus descendientes llegaron a saber que sus abuelas eran hijas del crimen, que sus nombres eran máscaras: el relato sobrevivió en la oscuridad de la intimidad orgullosa, se preservó para que el mundo sordo llegase a conocerlo.
Manam, que publica Tiempo de Papel Ediciones, sello de la librería valenciana Berlín, ha rescatado esa historia, que en forma de novela, retrata lo que es una verdad en muchos hogares de raíces desarraigadas. La narración tiene como protagonista a Léa, quien descubre que su abuela Téta ha guardado en secreto la memoria de un pueblo que se niega a sucumbir al silencio atronador de una época desmemoriada, amnésica, apática; una época que solo conoce lo que figura en los guiones, una época autoindulgente superada por la información sin contexto, ahogada en los titulares que aparecen y desaparecen a la velocidad del negocio. Elkouri sin embargo ha decidido, en un acto de coraje poco habitual, apuntar a lo molesto, a lo irrelevante para casi todos, y ha construido con este material una novela de verdad necesaria, una ficción que alberga más verdad que la batalla del relato de la que lamentablemente somos víctimas. Y pese a todo, la memoria armenia, la que rememora Manam, escondida y revelada, reprimida y amenazada, se niega a desaparecer.