"Si se llevasen el miedo y nos dejasen lo bailado para enfrentar el presente; si se llegase entrenado y con ánimos suficientes, y después de darlo todo, en justa correspondencia, todo estuviese pagado y el carné de jubilado abriese todas las puertas, quizá llegar a viejo sería más llevadero, más confortable, más duradero…".
Joan Manuel Serrat enumeró en Llegar a viejo, incluida en el LP Bienaventurados, los obstáculos a los que se enfrentan las personas que entran en la llamada tercera edad: miedo, recorte de ingresos, pérdida de memoria, muerte de amigos, falta de movilidad… No se le ocurrió, porque en 1987 no podía imaginarlo, que a todo eso habría que sumar la incertidumbre sobre el futuro de las pensiones y la exclusión de muchos servicios públicos acomodados para las nuevas generaciones sin ninguna consideración para los mayores.
Lo de la banca es escandaloso, pero no es lo más grave. No hablo de oídas, sino de realidades muy cercanas. De personas octogenarias a las que se les cierra la oficina de al lado de casa, a las que se obliga a hacer largas colas en la única ventanilla abierta, a las que no se coge el teléfono, a las que se hace volver mañana, vaya usted al cajero, hágalo por internet, pídaselo a su hijo...
No son todas las entidades, cierto, pero el eco social y el más de medio millón de firmas recogidas por el valenciano Carlos San Juan para denunciar estos hechos –"sentimos que nos están apartando"–, para pedir algo tan simple como "un trato humano" demuestran que el fenómeno está bastante extendido. Camino de las 600.000 firmas recogidas que serían muchas más si los de su generación –tiene 78 años– se manejaran bien en internet y supieran lo que es change.org.
Un pensionista apenas genera negocio porque no va a contratar una hipoteca, ni un seguro ni un fondo. Cobra su pensión cada mes y va a la oficina a retirar el dinero o a que le digan cuánto tiene. La atención a ese jubilado que alargaba la conversación cuando acudía a por su dinero, igual que cuando iba a comprar a la tienda, era un servicio público que prestaban sobre todo las cajas de ahorros. Todo aquello se perdió con la crisis –en la que se desveló que algunas entidades aprovecharon ese trato cercano para tangar a los ancianos–, coincidente en tormenta perfecta con la aceleración tecnológica que permitió a la banca recortar plantillas y cerrar oficinas.
Llegó el ¡sálvese quien pueda! y en el rescate a la banca de 60.000 millones con dinero de todos no se incluyó ninguna cláusula para garantizar el servicio a los mayores. En las zonas rurales el panorama es aún más grave y ha obligado a las autoridades a intervenir. Por ejemplo, la Generalitat valenciana está financiando la instalación, por parte de Caixabank, de 135 cajeros automáticos en pequeñas poblaciones que se han quedado sin oficina bancaria ni cajero automático.
Decía que lo de la banca es escandaloso, pero no es lo más grave. Es peor lo de los servicios públicos, embarcados también en una carrera tecnológica de la que son víctimas los mayores. También en tormenta perfecta con el coronavirus. Las oficinas públicas fueron las últimas en abrir tras la primera ola de la pandemia, semanas o meses después que el sector privado volviese al trabajo. No hablo de oídas, sino de realidades muy cercanas. De personas octogenarias que se han encontrado día sí y día también las oficinas públicas cerradas y un cartel instándoles a llamar a un teléfono que nadie coge o a conectarse por internet con certificado digital, que es como un portazo en la cara de los ancianos.
Pero aún hay algo más grave que la exclusión financiera y la exclusión administrativa: la exclusión sanitaria. Nunca sabremos cuánta gente mayor ha muerto en esta pandemia y sigue muriendo desatendida por una Sanidad pública que quiere suplir la falta de medios con una app y una web que los ancianos no entienden o con un teléfono al que nadie responde. No hablo de oídas, sino de realidades muy cercanas. De personas octogenarias que se han encontrado con dificultades para contactar con su médico, a las que se ha negado la atención domiciliaria y a las que se ha diagnosticado erróneamente por teléfono.
Son los hijos o los vecinos los que evitan la exclusión total de las personas mayores, sea esta financiera, administrativa o sanitaria, pero no todos los mayores tiene hijos que se puedan ocupar de ellos. La brecha de la que tanto se habla la han abierto quienes pensaron que la modernización de un país pasaba por imponer la tecnología a la fuerza en lugar de por una transición natural en la que lo nuevo conviva con la atención tradicional.
Gracias a la movilización iniciada por Carlos San Juan, el Banco de España, las administraciones y la propia banca han reaccionado con promesas de no dejar a nadie (más) atrás. De la mejora en la administración solo se sabe lo mucho que se está digitalizando pero no el cuidado que van a poner en que nadie se sienta excluido. Al contrario que en la banca, en las Administraciones la digitalización no ha supuesto ningún despido, lo que hace más inexplicable cualquier desatención a los mayores.
A los bancos les preocupa el impacto reputacional que ha causado esta movilización y a los partidos políticos les debería preocupar el impacto electoral. Nunca triunfó un partido político español de jubilados, y ha habido varios intentos, pero cada vez están mejor organizados y se manifiestan cada dos por tres. Y cada vez son más… seremos más. Porque todos llegaremos ahí, como nos recordaba Serrat en aquella canción que escribió cuando era joven: llegar a viejo sería más llevadero si entendiésemos que todos llevamos un viejo encima.