MURCIA. Tras el inmenso éxito de Downton Abbey, su creador, Julian Fellowes, repite fórmula trasladando la acción de la Inglaterra de la década de los 10 del siglo pasado al Nueva York de 1882. Me refiero a La edad dorada (The Gilded Age), cuya primera temporada, disponible en HBO Max, cuenta la historia de varias familias aristocráticas y las personas que están a su servicio. He dicho aristocracia, pero técnicamente no es así, que aquí no hay títulos nobiliarios ni monarquía que valga. Este es un país joven, casi recién estrenado, y la máxima antigüedad la tienen los descendientes de quienes llegaron en el Mayflower, el mítico barco que, en 1620, transportó desde Inglaterra hasta la costa oriental de América del Norte a los llamados Peregrinos, los primeros colonos anglosajones de lo que luego sería Estados Unidos. Así que es una mezcla de antigüedad en el territorio y riqueza lo que da el estatus que permite que estas familias estén en lo alto de la pirámide social y se comporten, aunque no lo sean, como los aristócratas del viejo mundo.
Mucho antes que La edad dorada, Henry James y, sobre todo, Edith Warton, reflejaron en sus relatos y novelas ese mundo refinado e indudablemente hipócrita, y a sus habitantes atrapados sin remedio en la tiranía de la imagen pública y la máscara social. A pesar de estos dos grandes nombres de la literatura y algún otro, lo cierto es que no es un momento histórico muy visitado por el cine o las series. El siglo XIX por aquellos lares es la historia de la conquista del Oeste, del mito de la frontera y la expansión hacia el Pacífico, de la batalla de la civilización contra la naturaleza, de la creación de comunidades y ciudades. Es el relato mítico fundacional de Estados Unidos, a mitad de camino entre la leyenda y la historia, construido primero en la literatura y la pintura, pero sobre todo a través del cine. La costa Este, la vida en Nueva York, está mucho menos retratada y, desde luego, no forma parte del imaginario colectivo como la de los vaqueros y colonos que pueblan el western.
Viendo La edad dorada es inevitable recordar a Edith Warton, especialmente su extraordinaria novela La edad de la inocencia, publicada en 1920 y ambientada en los mismos años que la serie, y la inolvidable adaptación que llevó a cabo Martin Scorsese en 1993. Es la misma época, son los mismos conflictos y los mismos signos y rituales de clase. Solo que aquí en formato de culebrón de lujo, entretenidísimo y muy bien vestido, regido por la ley de causa y efecto de forma tiránica y cierta aversión a la sutileza, y en la novela y el film como una compleja y finísima disección de la imposibilidad del deseo y la libertad en medio de la opresión, por muy elegante y distinguido que sea el grupo humano que la ejerce.
Los conflictos o quizá, el conflicto, es la pervivencia de unos usos sociales que están siendo atacados por la llegada de nuevas formas de vivir: la vieja guardia de las esencias del Mayflower y adyacentes, frente al empuje de los nuevos ricos de origen dudoso, con fortunas hechas, sin muchos miramientos, lejos de Nueva York y gracias los cambios que la urbanización y la industrialización están provocando, como la llegada del ferrocarril o de la electricidad. Lo viejo y lo nuevo, como siempre, y la defensa cerrada de los privilegios por parte de quienes siempre los han tenido contra quienes quieren acceder a ellos.
Este es el conflicto principal, subdividido en varias tramas, y el contexto en el que se mueven muchos personajes, tal vez demasiados. En el centro de todo están las dos casas enfrentadas en la misma calle: la vivienda de la familia Brook-Van Rhijn, compuesta por Ada y Agnés, las garantes de las esencias, interpretadas maravillosamente por Cynthia Nixon y Christine Baranski respectivamente, y la de la familia Russell, mucho poderío aquí la gran Carrie Coon y Morgan Spector, los nuevos ricos dispuestos a comerse Nueva York, caiga quien caiga. El problema es que son tan potentes estos cuatro personajes, tan interesante y están tan bien interpretados, que el resto palidecen respecto a ellos. La serie sube cuando focaliza en las hermanas o el matrimonio Russell y decae bastante cuando desaparecen del plano. También como en Downton Abbey el servicio ocupa un lugar central, aunque sus historias están poco desarrolladas y su engarce es mucho menos armónico que en la serie de la impagable viuda de Grantham.
Puesto que estamos en Estados Unidos y no hace nada de la guerra de Secesión, la realidad multirracial del país y, especialmente, la situación de la población negra también forma parte del relato. Lo hace a través de un personaje muy interesante y muy poco tratado en el cine o en las series, el de una muchacha culta y educada que procede de una familia negra rica, Peggy Scott, interpretada por Denée Benton. El personaje y su mundo rompen muchos clichés respecto al tratamiento audiovisual de la historia afroamericana y refleja algo que sucedía en la realidad. Es una nueva aportación a la revisión del papel de la población negra que se está llevando a cabo en la historiografía y también en la representación cultural y que conlleva una reescritura ineludible de la historia estadounidense.
Y, como en La edad de la inocencia, se hacen omnipresentes los signos de clase: los trajes, los objetos, las vajillas, los muebles, los bailes, la ópera. Porque su importancia es vital en esa forma de vida, son sustanciales, no superficiales. Llevar un objeto u otro, un sombrero así o asá, un traje determinado o un color, servir la mesa de una forma o de otra eran signos que había que decodificar y en los que se reconocían mutuamente los miembros de una clase, un clan, un grupo. Y es que la apariencia y el reconocimiento público lo es todo. Por ejemplo, Sylvia Chamberlain, la mujer repudiada por su historia sentimental y sexual, interpretada por Jeanne Trippelhorn, tiene en su casa cuadros impresionistas europeos, signo de modernidad y reflejo del espíritu libre que es. Reformula así una de las características de Ellen Olenska, la protagonista de La edad de la inocencia, una mujer que no encaja en el cerrado mundo neoyorquino y que cuelga en sus paredes lienzos que nadie entiende.
En este sentido, la serie es impecable: la dirección artística, el vestuario, el maquillaje, el atrezo, etc. Pero debo confesar que hay tanto esfuerzo en ello y se hace tan evidente que, en ocasiones estaba mucho más pendiente del nuevo traje de cualquiera de las protagonistas que del relato propiamente dicho. De algún modo, el subrayado en este apartado me acaba echando fuera de la historia y acabo viendo solo el vestido, lo que es una forma de decir que, a pesar de ser sustancial, como he comentado antes, de algún modo la puesta en escena lo convierte en superficial, justo lo que nunca sucedía en la película de Scorsese, donde cuadros, vajillas, abanicos, trajes y joyas construían el mundo del relato.
En cualquier caso, con sus altibajos y un final un poco precipitado porque ha abierto demasiadas líneas narrativas, La edad dorada ofrece mucho entretenimiento y muy placentero. Que puede que eso de entretenerse sea algo superficial, pero, qué quieren que les diga, a mí me va pareciendo cada vez más sustancial.