MURCIA. Yo siempre voy con las peores vestidas de las galas. A menudo, pongo el ojo en aquellas que la crítica abuchea. Porque lo hortera me fascina y la fealdad me parece apasionante, así como salirse del tiesto de lo que hay que hacer o no. “Lo feo es atractivo. Lo feo es emocionante. La investigación de la fealdad es, para mí, más interesante que la idea burguesa de la belleza”, decía Miuccia Prada cuando le preguntaron por su fuente de inspiración. Y la dicotomía es increíble, porque un día levantamos la bandera de la igualdad y al otro criticamos a las mujeres que desfilan sobre la alfombra roja.
No importa hacia dónde miremos, si ponemos la vista en España o en Europa o si la giramos hacia nuestros compañeros estadounidenses. Cuando una alfombra roja termina, se escribe una parafernalia en la que siempre van las mujeres ordenadas de mejores a peores vestidas. Siempre son ellas, casi nunca hay espacio para ellos, solo en las determinadas ocasiones en las que se pueden salir del esmoquin.
Las redes sociales se llenan de gente esperando que valoremos y demos nuestra opinión sobre ellas; se crean rankings y pódiums que van de la mano de valoraciones y al final, la tendencia masiva, tiende a enterrar a unas y encumbrar a otras. Casi siempre suelen ser las mismas las que caen en las listas del error, pero ¿por qué?
Vivimos entre el miedo al rechazo y la necesidad de expresarnos sin miedo. Un día aupamos las pancartas del 8m y al otro nos cebamos con las mujeres y su estilismo. Proclamamos la libertad de ser, pero abucheamos a aquellas que se salen de lo estipulado. Porque somos así. Crecimos en la cultura del odio.
Las redes sociales y la forma de expresarnos de manera digital nos han invitado a pensar que no hay nadie al otro lado. Muchas actrices, cantantes, artistas y cualquiera que se haya expuesto en público ha sido víctima de complejos antes y después de alcanzar la fama, sobre todo, complejos que tienen que ver con el cuerpo.
“Debe de saber qué edad tiene”, “En mi vida había visto a una mujer tan fuera de contexto”, “Los cincuenta no son los treinta, tenlo claro”, “Qué mal llevan algunas los años”, “Inadaptada” y muchos comentarios como estos leí cuando se celebraron los Goya en España el pasado mes de febrero. Hace justo una semana, a nueve mil cuatrocientos veintitrés kilómetros, en la costa Oeste de Estados Unidos, se celebraban los Oscar y los mensajes hacia ellas no fueron mucho mejores.
Debemos aprender que para encumbrar a unas no hace falta destrozar a otras. Porque para decir lo precioso que era el vestido de Naomi Campbell como nueva embajadora de Schiaparelli o la personalidad que Cara Delevigne transmitía con su decisión no me hace falta buscar entre aquellas que, quizá, no me gustan tanto. Eso lo aprendí de Eugenia de la Torriente, la ya mítica editora de la edición española de Vogue. Lo que le gustaba, lo metía. Lo que no, ni lo citaba.
Con un estilo inconfundible nos habló de igualdad y derechos en la moda. Porque si decido criticar al diferente es porque no me quiero ver. “Desde luego, en mi primer número de Vogue ya estaba todo lo que he defendido en estos cuatro años como editora: feminismo, inclusión, compromiso, moda, sostenibilidad y creatividad. Juntas hacemos historia dijimos. Y creo que lo hemos conseguido”, dijo en su carta de despedida para aquel último número que firmó.
Hay personas a las que se les permite todo, mientras que otras viven a la espera. Siempre, hagan lo que hagan, terminan en error. Van a cuchillo a por ellos. Lo hablaba el otro día con alguien que vive lejos y, aun así, nos comunicamos mucho. Él sabe que mi agua y jabón es esto. Me habló de un concierto, de alguien que llevaba pieles –cuando todos nos sentimos animalistas– y a todos les parecía perfecto, porque lo hacía esa persona que a todos les encantaba, pero que no lo hiciera nadie más, porque iríamos a degüello a por él. Y descubrí que eso era cierto.
Quizá, las fotos escogidas no sean las que todos esperamos cuando hablamos de moda, cine y actualidad, pero hablan de algo que es mucho más importante: el amor y el respeto.
Y así, sin más, abrí los ojos y vi que la escuela a la que pertenecíamos era la cínica.