MURCIA. Nuestra existencia se construye sobre ciertas ideas que habitualmente no ponemos en duda, porque nadie quiere provocarse un terremoto bajo los pies. Por lo general estas ideas gozan del amplio respaldo de la mayoría: algunas porque es normal, porque lo contrario sería un crimen o un serio peligro para nuestra convivencia (o ambas cosas), y otras porque parecen tan evidentes que no se nos ocurre planteárnoslas, y por tanto caminamos sobre ellas con seguridad, con la satisfacción que otorga la certidumbre en un mundo repleto de incertidumbres amenazantes (¿veremos desintegrarse una ciudad tras el impacto de una cabeza nuclear? ¿Seremos parte de ese grupo de congéneres que han tenido el triste honor de haber sido coetáneos de algo así?). La incertidumbre mata tanto como la prisa. Vivir cuesta. Hay que sobreponerse a muchas cosas.
A la ventana de noticias que se nos suministra cada día, a la estupidez y la ambición de otros como nosotros, como nosotras, a las crisis económicas recurrentes, a la crispación social, a la pérdida de poder adquisitivo, al no tener siquiera de eso, a la subida de la luz, a la guerra, a la falta de oportunidades, al no future, al control masivo por parte de los estados, a la perversión de tecnologías disruptivas que podrían cambiarnos la vida para mejor, al abuso de palabras como disruptivo, sinergia, creatividad o sostenibilidad, a las tertulias políticas, a la agresividad en las redes, a la mezquindad en las redes, al odio babeante en las redes, a la enfermedad, a la decrepitud, al cansancio existencial, al cansancio físico, a las convergencias, al adanismo, a la furia cainita, a los tomates sin sabor, a los supermercados que nos traicionan, a las obras en el barrio del Carmen, a la caducidad de la flor del azahar, al precio de los aviones, a los supermillonarios supermegalómanos de Silicon Valley, a las pocas horas de libertad tras la jornada laboral, a la certeza de que no vas a llegar a conocer apenas nada de lo que hay que conocer.
Vivir no es fácil. En absoluto. ¿Por qué entonces tanto apego a ello? La pregunta, por defecto, nos resulta incómoda, pero si uno respeta su inteligencia, hay que preguntárselo todo, ¿por qué no? Thomas Ligotti es autor de una obra, La conspiración contra la especie humana (publicada en Valdemar con traducción de Juan Antonio Santos), que tiene el valor suficiente para tratar de dar respuesta a la pregunta de todas las preguntas; precisamente por ello la que menos nos hacemos. ¿Es mejor vivir que no vivir? Que nadie se escandalice: es solo un experimento mental. Menos que eso: una reflexión. Evidentemente solo conocemos una cosa, y es el existir. Partiendo de esa base, la pregunta no es sencilla: nos adentramos en territorio desconocido, inaccesible, pero hemos venido a jugar.
Ligotti se remite a Zapffe, pensador noruego, quien dedicó tiempo a pensar acerca del fenómeno de la consciencia. Zapffe entendió que hubo una vez un animal víctima de un capricho de la evolución que le dotó de una consciencia de sí mismo hipertrofiada, una mutación que si bien en algún momento pudo suponer una ventaja evolutiva, a partir de cierto punto se convirtió en condena: nos convertimos en seres capaces de comprender nuestra propia caducidad, y a partir de ese momento no hubo vuelta atrás. Esa desconexión de la inopia del jardín del Edén nos obligó a saber en todo momento que llegará un día en que no seamos. Y ahí la paradoja: desde entonces empleamos la misma consciencia que nos hace esclavos de nuestro aciago e inevitable futuro para autoengañarnos y distraernos, para evadirnos mediante triquiñuelas mentales de lo que en el background es un dolor como ninguno. De nuevo: que nadie se escandalice. Es simplemente nuestra naturaleza. Todo lo que es, dejará de ser. No tiene gracia, pero es así. Nuestros animales domésticos no tienen que sufrir semejante progreso.
Ligotti es tan racional que duele: “Ningún filósofo ha contestado nunca de forma satisfactoria a la siguiente pregunta: «Por qué debería haber algo en vez de nada?» A primera vista parece una pregunta muy legítima. Pero el hecho mismo de plantearla puede parecernos a algunos inexplicable, incluso absurdo. Lo que sugiere la pregunta es nuestro desasosiego con Algo. Por otra parte, no hay nada inquietante en Nada, porque no podemos tomarlo en consideración. Algo permite o requiere nuestra experiencia de lo siniestro. Ya hablemos de algo que evolucionó naturalmente o fue hecho por los dígitos y pulgares oponibles de la humanidad, ya sea animado o inanimado, ese algo puede llegar a resultarnos siniestro, una contravención de lo que pensamos que debería o no debería ser”. Pensar y preguntarse lo más elemental es razonable.
¿Por qué no deberíamos hacerlo? Ya que estamos aquí, estiremos los límites, forcemos el tejido de lo que es común hasta que las costuras suenen. Sin duda, es más cómodo no mirarse los zapatos, fijar la vista en lo que se extiende más allá de nuestra nariz. Perseguir la zanahoria. ¿Es mejor vivir que no vivir? Quién sabe. Desde luego nadie conoce lo que es no vivir. Vivir está muy bien, pero el libro de Ligotti, desde un plano más profundo, nos interpela de otro modo. Deshagámonos del corsé de lo que se presupone: no tenemos otra cosa que esto, que disfrutar y resistir. Pero si nos respetamos, habrá que ir un poco más allá. El pesimismo de Ligotti no es más que curiosidad, no es más que ese y si… que nos acerca a nuestra verdadera virtud, la de ser hábiles para ver lo que los animales felices —a los que sin duda es lógico envidiar— no ven. Inflación, guerra, certidumbre de ser perecederos. Y pese a todo, pese a tanta lucidez: ha florecido el naranjo, y la ciudad entera huele a azahar. No siquiera Ligotti puede pasar eso por alto.