LOS DADOS DE HIERRO / OPINIÓN

Boris Johnson y el marasmo británico

Foto: DOMINIC LIPINSKI/PA WIRE/DPA
10/08/2022 - 

El Reino Unido tiene uno de los sistemas políticos más tradicionalistas del mundo, con muchos usos e instituciones anclados todavía en el que fue el momento de su concepción. Por ejemplo, el Reino Unido ni siquiera tiene una constitución formal escrita, organizándose mediante una mezcolanza sui generis de leyes, costumbres y precedentes. Entre otras cosas, rechaza el concepto de soberanía popular (por eso el gobierno, los embajadores, la armada, el ejército del aire o incluso el líder de la oposición son “reales” o “de su graciosa majestad”, no de la nación), no hay una separación entre iglesia y estado (el monarca por ley no puede ser católico, y 26 obispos anglicanos son ex officio miembros de la cámara de los Lores), y el Parlamento ha llegado a prorrogarse a sí mismo en numerosas ocasiones (notoriamente, durante las guerras mundiales, cuando se suspendieron las elecciones durante ocho y diez años respectivamente). Partiendo de esta base, uno esperaría que la política británica fuese igual de conservadora y tradicionalista, pero los últimos seis años han visto algunas de las situaciones más políticamente caóticas de Europa.

El comienzo lo marcó el referéndum del Brexit el 23 de junio de 2016, cuando un 51.9% de los votantes británicos aprobó la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Inmediatamente dimitía el líder conservador David Cameron. Su sucesora, Theresa May (que había hecho campaña contra el Brexit), empezó su mandato nombrando un gabinete lleno de conservadores pro-Brexit, y prometiendo cumplir el mandato popular: “get Brexit done”. Entre sus nombramientos, uno que llamó la atención: Alexander Boris de Pfeffel Johnson como ministro de Asuntos Exteriores.

Johnson es uno de esos personajes “controvertidos” encantados con su rol. Nacido en Nueva York en una familia pudiente con ancestros bávaros, suizos, franceses y británicos, se crió entre el Upper East Side y residencias aristocráticas británicas, y estudió en Eton y Oxford. Por capricho, empezó a trabajar como periodista en The Times, de donde fue expulsado por inventarse citas. Recaló en el Telegraph, un tabloide menos prestigioso pero más agresivo, llamado a veces “Torygraph” por sus abiertos posicionamientos de derechas. Allí, como corresponsal desde Bruselas, empezó su campaña contra la Unión Europea. Al margen de que haya cosas que criticar de Bruselas: afirmar que la UE iba a imponer tallas menores de condones porque los italianos tendrían penes más pequeños, o que la Comisión iba a contratar “olisqueadores de estiércol” para asegurarse que este oliese igual en toda Europa, no es precisamente una crítica constructiva. Estos artículos convirtieron una de las corresponsalías más aburridas en una máquina de generar titulares, hasta el punto de que otros diarios empezaron a pedir coberturas similares. Aquí, Alexander de Pfeffel Johnson –un señor cuyo bisabuelo fue ministro del interior del Imperio Otomano- empezó a firmar sus artículos como “Boris Johnson”, para mostrar su cercanía con el “hombre común”.

Posteriormente se convirtió en un temprano influencer, aprovechando cualquier oportunidad para publicar o salir en la televisión. En los medios, llamó la atención con la probada fórmula de ir soltando barbaridades sin pensar mucho, y pidiendo perdón posteriormente si lo veía necesario. Gracias a su alto grado de conocimiento, entró fácilmente en política y fue alcalde de Londres durante ocho años.

Aquí se le presentó lo que debió considerar como la oportunidad de su vida: el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE. Johnson puso todo su talento mediático al servicio de la causa del “Leave”, pero es poco probable que fuese por convicción genuina (cuesta encontrarle alguna, la verdad): más bien, veía abierta la posibilidad de ponerse del lado de “la gente” cuando esta le diese una sonora bofetada al establishment, y sacar capital político de ello, como finalmente ocurrió.

Como responsable de Exteriores, se dedicó a pisar callos por todo el mundo durante dos años, para después dimitir y poner la gestión del Brexit de Theresa May a caer de un burro. Con May atacada dentro y fuera de su partido, en mayo de 2019 los conservadores se llevaron la mayor paliza electoral de sus tres siglos de historia: solo el quinto partido más votado, con apenas un 9%, en las elecciones europeas. May dimitió al día siguiente, y Johnson se posicionó hábilmente como el más decidió brexiter de los candidatos, ganando fácilmente la sucesión. Como el Parlamento seguía negándose a apoyar sus propuestas, a los cinco meses convocó elecciones anticipadas y logró la mayoría absoluta que May había perdido, gracias principalmente a que reunió todo el voto pro-Brexit (incluyendo un buen puñado de tradicionales votantes laboristas), mientras los partidarios de la UE estaban desunidos y los laboristas no llevaban un mensaje claro de qué querían hacer.

Ese momento fue la cúspide de su carrera. Y como siempre en esos momentos, no se miran los feos detalles: su apoyo popular realmente no llegaba al 44%, y en los territorios digamos “federalmente problemáticos” se estaban fraguando mayorías antibritánicas cada vez más sólidas: los nacionalistas lograron 48 de 59 escaños en Escocia, y en el Ulster superaron por primera vez en escaños a los unionistas. El Brexit había propiciado una victoria conservadora… a costa de debilitar la unión de las diversas nacionalidades del Reino Unido. Y para colmo, Johnson ahora tenía que cumplir promesas electorales que había hecho y que eran ligeramente contradictorias, sobre todo con respecto a Irlanda: prometió que no habría frontera entre el Ulster y el resto de Irlanda, que tampoco la habría entre el Ulster y Gran Bretaña, y que el Reino Unido se independizaría totalmente de Bruselas. Un trilema irresoluble. Finalmente, habrá una aduana de facto entre Irlanda del Norte y Gran Bretaña. El nacionalismo republicano irlandés (también al alza en Dublín) tiene que estar brindando con champán.

Populistas como Boris Johnson no caen del cielo: suelen echar raíces y crecer en las insuficiencias de un sistema esclerotizado e incapaz de evolucionar. En el Reino Unido, la política tradicionalmente ha sido poco transparente, el dominio de un pequeño club reunido en Londres. Johnson la “abrió”, a base de generar noticias y novedades cada día. En otro tiempo, esto quizás habría sido visto como excesivo y gratuito, pero en estos tiempos de incertidumbre y carencia le daba a la gente la impresión de estar participando, de que su voto y su opinión contaban para algo. Algo que también importa… y que ningún proyecto tecnocrático puede lograr. El lema de los partidarios del Brexit, “take back control”, puede haber sido una mentira en muchos aspectos (contrariamente a lo afirmado, RU ha tenido que asumir gran parte del acervo legislativo comunitario, pero sin poder influir en cómo se hace), pero sin duda acertó con un nervio social.

Pero el auge y caída de Boris Johnson no es solo un capítulo costumbrista algo desviado dentro de la tradición británica, sino el síntoma de cambios muy profundos en el panorama político. El partido Tory nunca fue lo que se diría un partido de las masas populares, pero sí tenía una sólida base social de clases medias y empresarios (en el sentido amplio, desde el dueño de una gran empresa hasta el autónomo con un aprendiz, pasando por los granjeros). Pero las reformas neoliberales de Margareth Thatcher pusieron en marcha un proceso de transformación económico que ha acabado destruyendo esa misma base social, expuesta a la competencia low cost de China y el extranjero. En su lugar, ha aparecido una nueva clase social, mucho más pequeña pero mucho más influyente: la clase de los superricos, nacida de la desregulación financiera. Estos superricos han aumentado más y más su influencia en el partido, gracias a donaciones cada vez mayores… y al control de los medios de comunicación, que ahora son mayormente meros apéndices de sus conglomerados financieros. Medios que además siempre han mantenido una posición entre crítica y abiertamente hostil ante la UE. Las razones de esto último son complejas, pero un buen resumen sería la frase (tal vez apócrifa… o tal vez no) atribuida a Rupert Murdoch: “cuando voy a Downing Street hacen lo que les digo, cuando voy a Bruselas no me hacen ni caso”.

Este panorama se ha cruzado con una característica de los sistemas electorales de distrito uninominal: que, en el peor de los casos, basta con lograr la mitad más uno de los votos en la mitad más uno de los distritos para obtener una mayoría absoluta. Una mayoría absoluta basada en un mero 25% del voto popular no tiene mucha legitimidad democrática, que digamos, y antiguamente esto habría sido visto así por todo el mundo y le habría atado las manos al gobierno. Pero si cuentas con unos medios de comunicación capaces de convencer a tu base social (la nueva clase rentista centrada principalmente en el mercado inmobiliario) de una amenaza existencial, has creado el marco para una situación de “todo está justificado”, al margen de legitimidades democráticas. La maquinaria política establecida por Johnson (medios controlados por superricos construyendo una amenaza existencial que permite a un partido asegurarse por lustros una mayoría en escaños al margen de la mayoría popular) sigue y seguirá en marcha, incluso sin Johnson: sus potenciales sucesores en el partido están todos compitiendo por parecerse lo más posible a él, más que marcando diferencias. Y Johnson ya está poniendo las bases para una campaña de vuelta “me echaron las élites globalistas por defender los intereses del pueblo”. En realidad le echó su propio partido – lo cual tiene mérito, con una mayoría absoluta en el parlamento, años por delante, y una prensa que mayormente le come de las manos.

No sería el primer gobernante británico en servir mandatos separados, incluyendo a su ídolo declarado. Porque Boris Johnson es un gran admirador de Winston Churchill e incluso ha publicado una biografía suya. Mucho de lo que ha hecho ha sido a imitación de Churchill. Para muchos, no podría haber mayor contraste que entre el “payaso” de Johnson y “el más grande primer ministro británico del siglo XX”. Pero esto ignora muchas cosas sobre Churchill. Para empezar, que se parecía mucho más a Johnson de lo que la idealización de la Segunda Guerra Mundial nos permite apreciar: ambos eran niños ricos de familias aristocráticas, ambos empezaron sus carreras como periodistas (Churchill lo combinaba con participaciones ocasionales en varias guerras coloniales) para dar luego el salto a la política, ambos veían la política como un hobby donde dar rienda suelta a sus ganas de jugar, ambos estaban enamorados de la idea de “grandeza”… y ambos eran considerados por el resto del establishment como unos payasos. Sí, también Churchill: en 1940, el establishment británico (incluyendo al rey) pensaba que cualquiera sería preferible a Churchill. 

Churchill era el responsable del desastre de Gallipoli y de la desafortunada reintroducción del patrón oro en 1925, había cambiado dos veces de partido, y no era considerado un conservador “fiable”. Fue la guerra la que cambió completamente su imagen, y desde entonces hagiógrafos de todo color (aunque mayormente de derechas, claro) han cantado las loas a su figura para a partir de ella construir una narrativa de “la derecha se opuso a Hitler, no como la izquierda, que pactó con él” (cuando tanto Neville Chamberlain como Lord Halifax -ambos igual de conservadores que Churchill, si no más- pactaron o querían pactar con Hitler, y Churchill se impuso entre otras cosas porque le apoyaron los laboristas). Churchill famosamente una vez dijo que había mentido, y mucho, por su país, y que continuaría haciéndolo, y parece evidente que Johnson ve en esto una fuente de inspiración (sin ver que Churchill a lo mejor tenía sus razones para mentir sobre el momento y lugar del desembarco de Normandía).

Todos los políticos, tarde o temprano, tienen que puentear contradicciones (generalmente, porque defienden programas políticos que son a su vez compromisos entre facciones enfrentadas, y los compromisos suelen traer contradicciones de fábrica). Pero muy pocos -quizás solo Donald Trump- han desarrollado el talento, algunos dirían desfachatez, de Boris Johnson para decir en cada momento lo que la gente quiere oír, hoy blanco y mañana negro, y salir totalmente indemnes durante tanto tiempo. La clase de personalidad necesaria para esto no es muy común, pero sus características hacen que le resulte relativamente fácil ascender en el mundillo político-mediático actual. En el británico… y en otros, porque el marasmo británico es universal. 

En todas partes nos encontramos con superricos amorales; en (casi) todas partes hay sistemas electorales que en ciertas circunstancias permiten victorias contramayoritarias (generalmente para las derechas); en todas partes hay medios de comunicación que antaño eran referentes sociales y hoy están reducidos a meros apéndices de gigantescos conglomerados financieros, irrelevantes en términos económicos pero explotados políticamente por dichos conglomerados, dispuestos a quemar el poco prestigio restante para tener una palanca lobista durante un par de años más; y en todas partes se puede convertir un agravio, real o inventado, en una amenaza existencial que justifique todas las barbaridades posibles: unas “elecciones presidenciales robadas”, un referéndum a punto de ser ignorado, una pandemia mal gestionada, un presidente ilegítimo que solo gobierna porque ha pactado con los enemigos de la patria… Las cartas están sobre la mesa y solo hace falta que llegue el tahúr que sepa jugarlas. Johnson no será el último. Puede que apenas haya sido el primero.

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