MURCIA. En el mundo de la música no se habla con suficiente insistencia sobre la importancia de Jeffrey Lee Pierce, lo inspiradora que fue su labor para artistas como Nick Cave, Jack White o Mark Lanegan. Ninguno de ellos lo ha escondido nunca, al contrario, pero hay personajes que después de muertos siguen atrapados en la misma maldición que les envolvió durante su vida y Pierce pertenece a esa especie. Fue el creador -también el destructor- de The Gun Club, grupo del cual White escribió que no entendía cómo sus canciones no se estudiaban en la escuela. Cave cayó rendido a sus pies desde que lo vio actuar en Londres en 1984 y el recientemente fallecido Lanegan, que lo versionó en uno de sus primeros discos en solitario, reconoció en la música y la biografía de Pierce a un alma atormentada, aunque mucho más salvaje e incontrolable que la suya. A Pierce le diagnosticaron cirrosis en 1982, al poco tiempo de que The Gun Club comenzara a tener una cierta repercusión. Le prohibieron el alcohol, pero siguió bebiendo y metiéndose todo tipo de drogas en el cuerpo. Una hemorragia cerebral, consecuencia de su enfermedad, lo mató mientras dormía un 31 de marzo de 1996.
Jeffrey Lee Pierce leía a Joseph Conrad, T.S. Eliot, Harry Crews. Los personajes de ficción inventados por estos autores le absorbían hasta el punto de que pasaban a formar parte de su personalidad, hasta el punto que podría haber sido pariente de Quentin Compson, uno de los protagonistas de El ruido y la furia de Faulkner. La suya era un alma destinada a arder en el fuego del blues, el blues primigenio de Blind Willie McTell, Howling Wolf y Skip James. No le hizo falta pactar con el diablo: en parte, él era el diablo; tampoco le importaba el éxito, no pertenecía al tipo de artistas que se llevan bien con eso. “Comparto la actitud de Bo Diddley –dijo en una ocasión-, la que te lleva a decir: grabemos algunos discos, no hay otra cosa mejor que hacer. No me importa si triunfamos o no, lo que quiero es pasarlo bien durante un rato”.
La diversión comenzó a finales de los setenta. Pierce vivía en Los Ángeles, ciudad que solamente se rendía ante quienes llegaban al estrellato en la industria del cine. Para el resto no tenía clemencia. “Aquí la gente no tiene nada mejor que hacer salvo perder la cabeza”, dijo Pierce, que era hijo de una manicura mexicana obsesionada con las estrellas de Hollywood. Cada vez que iba a un concierto se encontraba con otro chaval mestizo con el que era evidente que compartía gustos. Mientras aguardaban en la cola de un concierto de Pere Ubu, Brian Tristan y Pierce empezaron a hablar. Ese día nació el primer grupo que montaron juntos. Uno de sus miembros, Don Snowden, hace años que se mudó a esa ciudad que a veces parece tan californiana y que no es otra que la València bañada por el Mediterráneo. Uno de los fundadores del punk californiano podría ser vecino nuestro.
Después de algunos cambios, aquel grupo acabaría llamándose The Gun Club. A través de él, Pierce halló la forma de unir a The Fall y Joy Division con el blues. Aullaba al ritmo de una música que era el fuego que avivaban sus propios demonios. Estaba destinado a hacer música importante a costa de su propia vida, a reconstruir la violencia de personajes faulknerianos como Popeye, se reencarnaba en sus letras. Su gran aportación fue que, en un tiempo de ruptura con las tradiciones, él las introdujo en su música y las conectó con la furia del presente. Al hacerlo, impregnó al punk con el espíritu del gótico sureño. Góspel y vudú, pecado y redención. Inventó el blues punk, que más que un estilo, es una manera de canalizar ambas energías. Nadie hacía algo así hasta que llegó él. Pierce se vestía como Robert Mitchum en La noche del cazador, era la reencarnación punk de Elvis, un Marlon Brando con melena rubia, porque antes de hacer canciones había sido presidente del club de fans de Blondie y estaba enamorada de Debbie Harry. Ella siempre lo apoyó -su pareja, Chris Stein, le produjo un par de álbumes y ella hizo coros en uno de ellos bajo el seudónimo de D. H. Laurence- y cuentan que Pierce guardaba en su billetera como si fuera el tesoro más preciado un papel manuscrito en el que la cantante le explicaba la mejor manera de teñirse el pelo.
The Gun Club existieron entre 1980 y 1985. Después se separaron y luego resucitaron, siempre con músicos diferentes. Uno de los más fieles fue Kid Congo Powers, aquel Brian Tristan de los conciertos adolescentes. Pierce nunca fue un tipo fácil. Todos aquellos que lo conocieron coinciden en que su talento te atraía hacia él para que, a continuación, descubrieras lo conflictivo que era. Peligrosamente conflictivo. Cuando se animó a hacer música, un amigo le aconsejó: “Habla en tus canciones de lo que los demás no quieren oír”. Así lo hizo y, además, lo hizo prendiendo fuego al rock, al punk, a su carrera, a sí mismo. Fire of Love, publicado en 1981, es un clásico que contiene títulos como “Sex Beat”, “She’s Like Heroin To Me” y “Fore The Love of Ivy”, dedicada a otra de sus diosas, Poison Ivy, guitarra de The Cramps.
Los músicos entraban y salían, las broncas se sucedían, las drogas y el alcohol estaban siempre ahí. En Los Ángeles no eran muy queridos, pero en Nueva York y Europa fueron respetados desde el principio. Con el reconocimiento los problemas aumentaron. Los directos eran imprevisibles, podían acabar en caos o desarrollarse de manera imprevisible. Pero de una u otra manera se las apañaron para hacer más discos importantes: Miami, The Las Vegas Story, y luego, en 1987, un inesperado renacer que fue Mother Juno, producido por Robin Guthrie de Cocteau Twins, que suavizó ligeramente y para bien la turbulencia del grupo. Pierce, que se refería a sí mismo como la Marilyn Monroe del infierno. “Quería ser una estrella, pero con sus propias condiciones”, dijo años después Patricia Morrison, otra figura fundamental del punk angelino, y que posteriormente estuvo en The Sisters of Mercy y The Damned. Entre los intereses de Pierce estaban la guerra de Vietnam, Blue Velvet y los dinosaurios. Alternaba lecturas sobre este último tema con las obras de Proust. Vio Parque Jurásico cinco veces.
Hay una anécdota que de nuevo convierte a Pierce en personaje literario. Durante una borrachera en un pub londinense se enzarzó en una discusión y amenazó a los allí presentes con una catana. Fue detenido y deportado a Estados Unidos. Henry Rollins, que le encargó que escribiera su autobiografía -Go Tell The Mountain- lo definió como una persona muy complicada, alguien cuyo talento colisionaba constantemente con sus demonios: “Estaba en contacto con algo enorme y oscuro que al final se apoderó de él. Supongo que era cuestión de tiempo”. Giraron por España en dos ocasiones. La primera quedó inmortalizada gracias a una explosiva actuación en La edad de oro y algunos momentos de tensión en la consiguiente entrevista con Paloma Chamorro. La segunda tuvo parada en València, en noviembre de 1986, en el entonces recientemente inaugurado Garage. Según recuerda Emilio Ruíz, responsable de la sala, Pierce fue amable y simpático. La furgoneta que luego los llevó al hotel iba cargada con varias cajas de vino, Jeffrey Lee Pierce, el hombre que en una de sus primeras canciones cantaba, “le pedí agua y ella me dio gasolina”.