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'Éxodo', el viaje de DJ Stalingrad a los confines de la desesperanza

En el catálogo de Automática Editorial se encuentra este título brillante en su oscuridad acerca de alguien que trata de encontrar una razón por la que seguir en un paisaje de desoladora violencia sistémica

23/05/2022 - 

MURCIA. Es más grande que el segundo y tercer país más grande del mundo juntos, no tiene ni ha tenido fronteras afiladas suficientes que ejerzan de muralla y su población es escasísima en proporción a su vastísimo territorio. Su historia es, para bien o para mal, historia necesaria del presente que hoy conocemos. Fue el escenario de una de las grandes revoluciones que se estudian en los colegios, y más tarde, el corazón de una superpotencia que pasó del medievo monárquico —zarista— al espacio en cosa de medio siglo. La Rusia que hoy conocemos es una nación compleja, inabarcable, y hoy por hoy, muy poco apreciada. La Rusia con la que hoy convivimos resistió al colapso de su imperio, a los años de la vergüenza, de la derrota, a la etapa aperturista truncada de un líder alcoholizado de nariz colorada que trastabillaba en las cumbres internacionales, que enterraba el legado construido con millones de almas sacrificadas en la defensa de la madre patria y del continente vecino, y después asesinadas sin compasión por el terror doméstico. 

Los rusos que hoy apoyan a su gobierno o que se enfrentan a él —con lo que eso conlleva— conservan el recuerdo reciente de una década salvaje de transición en la que el desmoronamiento de un sistema inmenso dio paso a un sálvese quien pueda en el que los mejor posicionados con los menores escrúpulos hicieron fortuna a costa de la ruina de todos los demás. Con todo lo que ha sucedido de los noventa para acá, con todo lo que hemos visto, y todavía son muchos quienes piensan en Rusia en términos de comunismo —ver para creer. La Rusia de hoy es un país cada vez más aislado y desconocido, y esto, por lo que ahora sabemos, tiene mala solución. Lo cierto es que cuando el ciclópeo proyecto que fue la URSS cayó, el planeta sufrió una sacudida tan grande como la que siguió a la Revolución de Octubre. Y fueron los rusos que sufrieron el cambio, y los que nacieron en él, quienes tuvieron que habitar un paisaje punk de no future.

En estos años salvajes de la edificación de las oligarquías que se hicieron a precio de saldo con los recursos de un país de recursos virtualmente ilimitados, se gestó una generación de jóvenes en tierra de nadie conscientes de que lo que habían logrado sus antecesores vertiendo mucha sangre, y que posteriormente había degenerado con más sangre todavía, se diluía en la fiebre de la novedad de una mcdonaldización muy lógicamente anhelada: no se puede juzgar el pasado con los ojos del presente. Las colas en Moscú para comprar un Big Mac no eran ridículas, al contrario, pero sí traumáticas. Las glorias inapelables habían sido eclipsadas por la ponzoña de la decadencia. Tendría que pasar mucho tiempo —aún no ha pasado el suficiente— para que la historia pusiese las cosas en su sitio. El problema es que un individuo no vive tanto, y si uno se veía obligado a sacarse las castañas del fuego a nivel existencial en la Rusia postsoviética de inicios del nuevo milenio, tenía poco que esperar y mucho que padecer. 

DJ Stalingrad es el seudónimo del periodista, escritor y activista Piotr Siláiev, autor rabioso de esa crónica a caballo entre lo beatnik, lo limonoviano y el tono outsider y abandonado del Ryū Murakami de Azul casi transparente o de los profetas musulmanes con crestas taqwacores de Muhammad Knight que es Éxodo, una novela (traducida por Fernando Otero Macías) esencial para comprender de qué hablamos cuando hablamos de Rusia, más allá de la batalla propagandística que se libra a diario en el océano innavegable que es la sociedad mundial atrapada en las redes virtuales. Querer saber para entender es una odisea que naufraga cada mañana. El muro del discurso oficial es infranqueable: duele, pero es así. El telón de acero se ha transustanciado en adamantium. Ni con un gran esfuerzo se consigue obtener un relato fidedigno de casi nada. Los últimos periodistas fieles al oficio son eliminados en el frente de la verdad. Si a eso se le suma la dificultad o la imposibilidad de leer en ruso en este caso, el resultado es la frustración total, la asunción de que uno no podrá acceder a casi ninguna fuente útil. El aparato de la verdad oficial a un lado y a otro es demasiado poderoso ahora. Por eso, lo que nos queda, es recurrir a testimonios previos a esta nueva Guerra Fría.

Éxodo es un relato incómodo de ese periodo en que la debilidad incipiente de un nuevo tablero mundial en construcción todavía permitía —sin querer— las fugas de voces que no se posicionaban aquí o allí de un modo absoluto y maniqueo. DJ Stalingrad es tan ruso, con su piel morena y sus rasgos tártaros túrquicos —porque oh: no todos los rusos son rubios con ojos azules—, y con su discurso extremo no alineado con ninguna verdad de gabinete, como el ruso más ruso que uno pueda idealizar. En Éxodo se narra la vida desesperanzada y violentísima de una generación de jóvenes rusos que basan su vida en las drogas, el alcohol y las peleas hasta las últimas consecuencias contra otra generación de rusos que han abrazado la moda rebelde del ser fascista en el país que resistió y destruyó al nazismo con un sacrificio inconmensurable, y que ahora les decepcionaba y avergonzaba arrastrándose en el fango del escarnio internacional. 

En las páginas de Éxodo hay batallas campales sin sentido en las que se rompen huesos, se rasgan tejidos y se perforan órganos vitales; palizas rutinarias que se saldan con decenas de víctimas y cadáveres yaciendo desmadejados en el metro, torturas en las comisarias, conciertos de hardcore en exrepúblicas del imperio, exilios forzosos y persecuciones fatales por parte de las fuerzas del Estado que avanzaban hacia la forma que hoy conocemos. Que todo lo que cuenta DJ Stalingrad sea real o en parte exageración es discutible: al fin y al cabo lo que leeremos es literatura, y por tanto, en ella cabe un porcentaje lógico e inevitable de ficción. Pese a ello, al leer Éxodo rompemos la muralla del ruido y rascamos la superficie de la verdad, que siempre es mucho más compleja de lo que uno desea, porque lo que queremos es habitar una realidad de fácil digestión, y eso, lamentablemente, es solo una quimera.

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