MURCIA. Si decidimos que algo nos gusta, ese gusto no tiene porqué resultar exhaustivo. Cuando te gustan las mujeres, no te gustan todas las mujeres. Lo mismo ocurre si te gustan los hombres o te gusta el cine o te gusta el arroz. En cambio, si te gustan el rock o la música pop, parece casi obligatorio que te guste todo lo que esos conceptos abarcan. A los trece años, lo que más me atraía del rock era aquello que supuestamente representaba. Las revistas de música de la época estaban llenas de fotos de señores melenudos que ponían cara de placer mientras tocaban la guitarra. “Esto debe ser lo que andaba buscando”, pensé. A los compañeros de clase con los que tenía amistad les pedí prestados discos de esos artistas. Entonces desconocía dónde podía escuchar esa música, pero sí sabía que podía leer sobre ella, por eso la teoría la llevaba muy bien aprendida. Había tomado conciencia de lo grandes que eran aquellos personajes, de la importancia de su música, de su virtuosismo. Me hice con algunos discos grabados en casete y llegué a comprarme los álbumes que mi economía de adolescente me permitió. Escuché casi todo aquello con más ganas que placer. El rock daba vueltas y vueltas en el plato de mi equipo de música y yo hacía lo posible por sentirme bendecido.
El rock, el pop -que cada uno lo llame como le apetezca, está íntimamente ligado a la identidad. Esto es algo de lo que no se suele hablar porque, cuando se habla sobre música pop, fundamentalmente se habla de la música. La música nos otorga un poder inimaginable cuando somos adolescentes. Nos ayuda a encontrar inspiración, alguien a quien intentar parecernos. Creía que el concepto del rock me gustaba hasta que fui consciente de que yo lo representaba a él muchísimo más de lo que él me representaba a mí. Lo que escuchaba me contagiaba energía, pero no me estaba dando algo con lo que poder identificarme. Yo no era ni iba a ser como esos tipos barbudos que sudaban a mares sobre el escenario. No necesitaba escuchar discos sin más, necesitaba discos que me absorbieran como un remolino para poder salir de ellos confuso pero renovado. Sumergirme en ellos sabiendo que, en su interior, estaba lo que precisaba para afianzar mi lugar en un mundo que, desde el fin de la infancia, me resultó muy antipático. Aún me lo sigue pareciendo.
Existe una cuantiosa cantidad de nombres sagrados de la música pop por los que jamás he sentido el menor interés. Me apetece decirlo ahora que ya tengo una edad, y que también estamos llegando al fin de una era, dos circunstancias que al final vienen a significar lo mismo pero que no por ello dejan de ser terriblemente liberadoras. Cuanto más años cumplo más me unido me siento a la música que me mostró el camino y más indiferencia me produce la que no. Una de mis canciones era una fantasía interplanetaria que en un momento dado decía: “Si estás en el espacio exterior, no te sientas fuera de lugar, porque allí hay otros miles que son como tú, otro como tú”. Me acuerdo de los caballos que salían en estampida y del fragor de las pataletas adolescentes, vestidas con cazadora de cuero y pantalones rotos a la altura de la rodilla.
Me acuerdo de todo el erotismo que, como un perfume, desprendía aquel corazón de cristal, el eco hipnótico que surgía del fondo de la canción y un vuelo como de ángeles hechos máquina. Nunca he tenido ganas de pasar ni un minuto en un hotel de la cadena California ni he tenido ganas de subir todos los peldaños de la escalera que conduce hasta el cielo. Pero me emociono cada vez que vuelve a resonar el estruendo que proclama la llegada de la anarquía al Reino Unido. La furia que sobrevive en esa canción sigue, de alguna manera, siendo mía. Y me conmueve también el vuelo de los viejos sintetizadores analógicos, que eran exactamente lo opuesto a aquellos señores hirsutos que tantas notas sagradas extraían de sus guitarras. Cada tanto alguien comenta lo mal que han envejecido aquellas producciones de los años ochenta que abusaron sin pudor alguno de la recién llegada electrónica digital. De lo mal que han envejecido ciertos ejemplos de rock creo que todavía no se ha hablado lo suficiente.
La música me dio una ocupación, un lugar, un trabajo. A cambio, yo aprendí todo lo que pude sobre ella e intenté tratarla con el máximo respeto. Se da por sentado que a los periodistas musicales nos chifla la música. Casi toda ella. Por eso nos metimos a periodistas musicales. Es una ocupación que nos obliga a estar al tanto de lo que pasa en dicho campo, lo cual también es un placer porque, no lo olvidemos, nos gusta la música. Mucho más que, por ejemplo, ganar el dinero necesario que nos permita seguir viviendo dignamente por hacer este trabajo. Tenemos que saber, tenemos que estudiar, tenemos que demostrar continuamente cuánto sabemos, como si Google y YouTube no hubiesen sido inventados. Al menos sé que, si algún día el ciberespacio implosiona, mi biblioteca analógica seguirá aquí, a mi lado. De un tiempo a esta parte también me he dado cuenta de que a los aficionados del rock no les apetece mucho que venga nadie con lecturas nuevas sobre algo tan viejo.
No queremos complicaciones, parecen pensar, no nos vengas ahora con esas. A los héroes no hay que tocarlos. El relato ha de seguir intacto, ha de ser repetido una y otra vez de la misma manera. El relato ha de seguir intacto porque cuando hablamos de música casi siempre estamos hablando solamente de música. Una cosa es el acto de escucharla -por placer, por curiosidad, por obligación-, y otra el acto de escucharla como si mantuviera una conversación privada con alguien de confianza. Lo primero es una actividad cotidiana. Lo segundo forma parte del deslumbramiento que produce reencontrarnos con aquello que da sentido a la nuestra vida. Sabemos que está en alguna parte, pero muchas veces ignoramos dónde.