Todos los mamíferos lloran, nosotros también. Pero toda mujer que haya nacido en el siglo pasado admitirá que el llanto de un hombre, uno genuino y desatado, sobrecoge más que si se trata de una de nosotras. Se trata de momentos singulares, rarezas, pero no se olvidan. Tengo una imagen nítida de mi marido en el funeral de su padre o la voz deshecha de mi hermano al teléfono tras perder a un amigo. ¿A qué obedece? Supongo que ellos debían protegernos, o así se nos ha contado, y verles llorar es como asistir a la caída de las Torres Gemelas.
En el pasado juicio de Depp contra Amber Heard, ésta explicaba que el Pirata del Caribe le había pedido perdón entre lágrimas y se quedó atónita: "Nunca había visto a un hombre adulto llorar, mi padre no lloraba ni en sus funerales". Ya todo se retransmite, ya todo es reality, desde la bofetada de Will Smith al caldeado juicio entre estos dos botarates atrapados en una relación tóxica. Lo que ella no sospechaba es que la confesión lograría la última pincelada de un relato favorable para su rival. En este mundo show en el que la performance emocional es más poderosa que los argumentos y las pruebas, el actor quedará exonerado y los detractores del feminismo reforzados. Pobre Depp, dirán, tan humano, tan real, y tan en jaque por una arpía. Ya hay quien corre a calificarlo como el final del movimiento Metoo, pero a mí lo que me queda es que a un hombre llorando todavía no sabemos dónde colocarlo.
En aquellos lejanos días de la EGB, la clase de historia nos traía a un Rey de Granada que entregaba las llaves de su ciudad mientras le espetaban "llora como una mujer lo que no supiste defender como un hombre". Éramos cándidos, moldeables, corderitos de la escuela primaria, y la condena del pobre rey no podía escandalizarnos en clase de historia porque sólo atendíamos a los Reyes Católicos y su "grandeza". Pronto sonaría el timbre, nosotras jugaríamos a la goma y ellos al fútbol. Se nos había socializado acorde a un código que nadie cuestionaba y las chicas, si teníamos que llorar, llorábamos como Magdalenas. Si teníamos que pelear nuestra violencia era viperina, soterrada, muy de arpías. Y todos, sin excepción, si queríamos saber lo que era el sexo acudíamos al Interviú y sus buenorras en pelotas, nada de porno duro consumido desde la primera comunión con el primer móvil (recomiendo un vistazo a la página de Erika Lust, The Porn Conversation, antes de abrir la lista de regalos). Siempre hubo bullying, claro que sí, reparto de tortas como panes, y más profesores que ahora mirando hacia otra parte, pero si la víctima era un chico: que no se le ocurriese llorar delante de sus compañeros machos. Décadas después la cosa pinta parecido: según un estudio de Men in Change, en 2020 había un 42% de encuestados que se sentían “menos hombres” por expresar sus emociones.
En estos tiempos de polarización y bandos, de violaciones juveniles en manada y de tiroteos escolares en EEUU, me pregunto cuándo calará la nueva masculinidad o si lo hará algún día. Si llegará a ser hegemónico el hombre “blandengue” de El Fary, ese del carrito y las bolsas de la compra que el rey de la copla depreciaba allá por los ochenta. Hay una hornada de Farys que remedan ahora al del Torito Guapo. Supongo que son los que forman manadas o empuñan en las escuelas americanas un rifle de asalto, ¿cuántos tiroteos los ha perpetrado una chica víctima de bullying hasta ahora? Los educadores, en pánico o parálisis, parecemos más atentos a conjurar nuestros propios demonios que a mirar lo que estamos criando. Se ha colado la idea de que el feminismo no busca la igualdad sino obrar un relevo en la cúspide y me pregunto si serán los antifeministas los que han hecho cundir esta versión o las mismas feministas, las que siguen a Despentes (la autora de Fóllame y Teoría King Kong) y plantan cara, deconstruyen a la víctima y la proponen predadora. El caso es que muchos chavales parecer ir hacia atrás: tienen mayor fracaso escolar, se suicidan en mayor número, miran a un futuro que no les deja lugar y es fácil empatizar con su sentimiento de que algo que les ha sido arrebatado pero, ¿de verdad han sido sus compañeras de clase? Lo único cierto es que si se les acusa harán lo que saben hacer: plantar cara, sin medir lo que juegan con ello.
En cinco años se ha duplicado el número de jóvenes que niegan la violencia de género (uno de cada cinco entre chicos, una de cada diez chicas). Barra libre para negar; empezamos negando que el hombre del tiempo supiera predecir sol o lluvia, pasamos por la tierra plana, el coronavirus y ahora ya hasta las mujeres asesinadas, que se califican de bulo. Hay quien propone que la proliferación de jóvenes reaccionarios ya es tendencia y que obedece a su inclinación adolescente a contestar, ¿en serio nos hemos pasado de puretas?, ¿los padres progres y los hijos fachas? Lo cierto es que la cultura de la cancelación, o movimiento Woke, suena peligrosamente a linchar, a moralina, y quizá esté logrando lo contrario de lo que busca. El fracaso de Amber Heard en el juicio contra Depp abre un cortafuegos para que deje de propagarse con tanta facilidad.
La moralina bordea justo lo que se pretende erradicar: un mundo carente de debate, de reflexión profunda, de escucha mutua. De intercambios. Un mundo en el que acusar y señalar desde la altanería parece lo único que otorga sentimiento de valía personal. Me pregunto si el feminismo se cava su tumba cada vez que juzga y demoniza en vez de usar el estilo que nos es propio a las mujeres: calmar, seducir, invitarles a nuestro mundo, a verse como seres sensibles y vulnerables, a compartir el dolor y escuchar cómo lo han superado otros. En la Asociación de Hombres por la Igualdad de Género (AHIGE), el primer punto de su decálogo reza: aceptarse a sí mismo como producto de su tiempo y su cultura. Tienen mucho que ganar si superan su nocivo aislamiento emocional, ¿cómo vamos a desactivar su violencia con más violencia? Mientras tanto, el estereotipo que pulula por los videojuegos sigue siendo el “hombre de verdad”: un depredador que controla sus emociones, un conseguidor, un implacable.
He aprendido en la consulta de salud mental lo que es un hombre herido. Ellas vienen más y más pronto, pero ellos, si vienen, lo hacen tarde, sujetándose las tripas. En plena hemorragia. A punto de volarse la cabeza. La vida duele para todos, también para el chaval de Uvalde, Tejas, que acaba de cargarse a 19 niños y dos profesoras en una escuela de primaria, ¿por qué se les niega el derecho a pedir ayuda cuando toca? Era tartamudo, desamparado, hijo de toxicómana, desempoderado en extremo, invisible para el sistema, pero ahora su foto está en las pantallas de todo el globo, ¿de veras la solución está en convertir las escuelas en un fortín?
Mientras Donald Trump invita a la mitad de su país a seguir armándose hasta los dientes (dado que “el mal” pulula entre nosotros), aquí estamos creando un plan de educación emocional en las escuelas con una asignatura de Aprendizaje Socioemocional para el curso 22/23. Y cada mañana me cruzo con más padres que dejan a sus hijos en la puerta de su cole, les besan y les revuelven el pelo con la mano que les queda libre (a veces hasta cargan tres triciclos en un brazo y un bebé en el otro).
Nunca es tarde si la dicha es buena. De momento, cada lunes, en cualquier hospital, el psiquiatra que al que llaman desde la sala de pediatría se da de bruces con 3 ó 4 jóvenes que quieren morirse. En su mayoría son chicas que no emplean la violencia hacia fuera sino hacia sí mismas, se cortan o adelgazan hasta hacerse casi transparentes. Hay que contenerlas, calmarlas, encontrar con ellas un sentido nuevo, un porqué sí. Alguien acabó llevándolas a un box de urgencias, ¿dónde se han metido ellos? A muchos los imagino en sus cuartos, agarrados al mando de su play, o en sus camarillas (cada vez menos mixtas), compartiendo memes brutotes y sacando pecho entre colegas. Retándose a decir la barbaridad más sonora, más contundente. Viendo a los otros chavales como sus competidores. Asustándose de la cercanía y la complicidad. Asustándose del amor, que es la sustancia que podría salvarlos. Porque sentir puede liquidarles si se transparenta, o eso creen, pero aún hay tiempo para que alguien se acerque con sutileza y les diga que lo ha visto, que no pasa nada, que sentir también puede hacerte un superhéroe.