A estas alturas de mi vida, aún no he decidido si entro ocasionalmente en las páginas de Economía como forma de pasar el tiempo con un jeroglífico indescifrable o para que me reconforten como un manual de autoayuda. Si es que los manuales de autoayuda reconfortan o sirven para algo, que eso está por ver. El pasado domingo, sin embargo, me quedé prendado de dos noticias que aparecían seguidas en esta sección en una de mis naves nodriza. Con la primera aprendí que tengo la edad de Elon Musk. Aunque, afortunadamente, no me puedo comportar como un adolescente en un gimnasio, su pose favorita, porque mi bolsillo no me lo permite. Estoy muy lejos, naturalmente, de la cuenta corriente del surafricano, el hombre más rico del mundo. Eso sí, dispongo de más efectivo que Luis Medina, que ni siquiera puede pagar su cuota de autónomos a fin de mes. A lo que vamos. Me pareció fascinante la jugada con la que Musk quiere hacerse con Twitter por unos 40.000 millones de euros. Mucho más aún que, por bocazas, lo echaran de Tesla, la empresa que le abre las puertas de la lista de Forbes. Me recordó al saxofonista de jazz Charlie Parker, apodado Bird, a quien impidieron el acceso al local que le habían dedicado los seguidores, Birdland. Aunque lo que me cautivó es la férrea defensa de la libertad de expresión que practican los que más dinero tienen. Esos mismos que, generalmente, no consienten que nadie les contradiga. Como algún partido que veta a medios de comunicación.
"Los fraudes piramidales ya existíaN cuando yo era un imberbe que necesitaba acceder al mercado laboral"
La excusa de Musk para capturar al pájaro azul en sus redes es precisamente esa. Que cada uno pueda decir lo que le venga en gana. Como Donald Trump, por ejemplo, a quien Twitter le canceló la cuenta. Es cierto que vivimos un momento complejo en el que nunca ha sido más fácil ser un charlatán y, al mismo tiempo, el ámbito de las opiniones nunca ha sido tan pantanoso. Es muy complicado hacer bromas y expresar argumentos extremos. Y, sin duda, los receptores de a pie y, mucho más, los que tienen despacho en los juzgados, deberíamos acorazar nuestra piel para aceptar lo que no nos gusta, venga de donde venga. El problema está en que nadie quiere afrontar las consecuencias de ser un bocachancla. Especialmente la gente como Musk o Trump. Creen que su cámara del tesoro les concede el privilegio de azuzar a las masas contra el Capitolio sin tener que rendir cuentas. Y no. El dinero no es ningún salvoconducto para transitar hacia el otro lado de la legalidad. Los mensajes de odio no están amparados por el saldo del banco. Ni por un recuento de votos con mayoría absoluta, aunque ese es un asunto para otra ocasión.
La segunda noticia económica que les comentaba hace dos párrafos es la de los testimonios de las familias de jóvenes abducidos por una empresa que les promete riquezas sin fin mediante el negocio de las criptomonedas. Todo a raíz de un evento organizado en Barcelona por una firma internacional de la que se sospecha que funciona con la estructura de una estafa piramidal. Miles de muchachos y muchachas de todo el mundo se reunieron para que les comieran la cabeza, cuentan sus parientes, para que se costearan un viaje a El Dorado que no se encuentra en ningún mapa, como conquistadores del siglo XVI. Lo de los fraudes piramidales ya existía cuando yo era un imberbe que necesitaba acceder al mercado laboral. Negocios en los que los de arriba se enriquecen con el aporte que van poniendo los de abajo. Pero aquí se reúnen dos componentes más. El primero, la ausencia de futuro y posibilidades para quienes están comenzando a andar. Y el segundo, otra vez, esa publicidad engañosa que suelen hacer los más ricos cuando aseguran que el dinero lo permite todo. Y no es así. Un amigo mío distinguía entre quienes quieren ganarse la vida y los que quieren hacerse ricos. Otra amiga aprendió en India que dinero, no good. Que la riqueza no suele traer nada bueno. Pero una de las consecuencias que tiene la libertad de expresión es que cada uno es libre también de escoger lo que quiere oír. Y no siempre acertamos.