Es enérgica y eficiente, no muy dulce, tampoco antipática. Todos en el trabajo conocen su talante divertido pero también su historia: su hermano murió a manos de un cura hace cincuenta años. Estos días de titulares sobre la pederastia en la Iglesia no puedo resistir preguntarle cómo está. Se encoge de hombros, no lo está pasando bien, obviamente. No es una historia enterrada para ella. A su madre, cuya demencia ha borrado hasta ese recuerdo, le cambia el canal de la tele cuando asoman las noticias porque y si sí. "Se está hablando de los que denuncian ahora pero, ¿qué hay de los que están muertos?".
"Los psiquiatras de este país tenemos un pasado tan terrible como la guardia civil, pero ambos cuerpos hemos podido reparar nuestra imagen"
Los psiquiatras de este país tenemos un pasado tan terrible como la guardia civil, pero ambos cuerpos hemos podido reparar nuestra imagen. Los curas, por lo que observo, tienen aún un largo camino, pero necesitan igualmente reparar el aura de sospecha que se cierne en torno a ellos. Asistí estos días al funeral de la madre de un amigo y veía al cura ir y venir por el púlpito sin lograr que en mi cabeza se disipara el recelo. Buscaba sin querer la puerta de la sacristía y me estremecía. Una puerta cerrada es siempre más siniestra que la que enseña el recinto, concentra el terror igual que lo hace la penumbra o un silencio concentrado. El cura que oficiaba el funeral parecía un buen hombre, pero mis ojos esquivaban a su joven ayudante sin que pudiera resistirme. Luché largo rato por expulsar de mi mente la sospecha y atendí a la mirada tranquila del cura, su ecuánime juego de cejas, sus manos desapasionadas que se ocupaban en el cuerpo de Cristo. No encontraba ni sombra de maldad en su cara. Pero ese, me di cuenta, era el punto que más me estremecía: cuanto más bondad más peligro. Al cura que lo violó con ocho años, explicaba el escritor Alejandro Palomas en un pavoroso testimonio, sus padres lo adoraban.
No me parece justo que la cúpula de la Iglesia española deje tirados a tantos sacerdotes frente al estupor de lo que vamos conociendo. Algunos alzan la voz y exigen que se investiguen otros ámbitos donde también se abusa de niños, por qué no. Pero eso no los exime de dar ejemplo. La estrategia, más allá de la de ganar tiempo, es difícil de descifrar. Pero la nueva ley (ley Rhodes) ha favorecido a las víctimas en sus plazos y ya no prescriben tan pronto. Parece imposible que a los obispos patrios no les pueda alcanzar la marea de investigaciones que cubre ya a todo el mundo católico occidental desde el 2002. Y no puedo ni imaginar lo que sentirán las víctimas. La herida, explica también el escritor y Premio Nadal 2018, es como "esas manchas que no salen nunca. O tiro el suéter o me acostumbro a la mancha y no la veo. Vives con esa mancha y piensas que te la van a ver y que la has creado tú, por mucho que la gente te diga que no. Siempre creí que no me querrían por esto".
Se cumplen este año dos décadas de la famosa investigación del Boston Globe, la que dio a conocer la oscarizada película Spotlight en 2015. Desde entonces, la bola de nieve se ha hecho imparable y, no sólo los medios de comunicación, sino la misma Iglesia desde su seno ha motivado investigaciones con resultados pavorosos en Francia y Alemania. Las víctimas se cuentan por miles, los encubridores por cientos, y todo lo que ha hecho nuestra Conferencia Episcopal es obedecer tímidamente al Papa abriendo unas oficinas de atención. Puntos de acogida que guardan sus datos de forma tan repugnante como esa puerta de la sacristía a la que se me van los ojos. ¿Qué hace distinto a nuestro país? De nuevo un asunto de justicia social se politiza como ya pasó con el feminismo, el ecologismo y hasta la salud mental, ¿hasta cuándo? Asociaciones cristianas de base (Redes Cristianas) han pedido al menos que se persiga la verdad y se preguntan incluso por qué la "cerrada defensa del celibato". Es un consuelo conocer que algunos, incluso dentro del dogma, se hacen las preguntas que tocan.
A mitad de la mañana me cruzo con mi compañera en la cola de vacunación. Enfundada en su EPI, llama princesa a una niña que llora hundiendo la cara en las piernas de su madre. Su hermano también pudo hundir la cara en las piernas de la suya, pero no tuvo tiempo para crecer y abrazarla desde la altura del hombro. El cura que lo había herido de muerte fue condenado a 17 años, de los que sólo cumplió 5. Pisó hasta tres parroquias más. Según ha sabido por una periodista local, murió a los 85 retirado en una diócesis de Cataluña.