Sigo con el tema de los transportes y las comunicaciones que les contaba en mi anterior columna, en la que les relaté un viaje caótico en tren de Madrid. El viaje en coche al término de las minivacaciones de Semana Santa tuvo también lo suyo. A la vuelta de mi patria chica abulense, y tratando de huir de la A-31 y sus consabidas caravanas, que se olían a kilómetros porque el tráfico es muy intenso durante esas fechas, decidimos adentrarnos en la llamada Autovía de los viñedos. Aparentemente una vía normal y corriente, si no fuera porque, al igual que sucede con la AP-36, eso parece el desierto de Gobi, tal y como salía retratado en los tebeos de Mortadelo y Filemón. Apenas hay estaciones de servicio al pie de la vía, ni tampoco cafeterías o restaurantes para atender a los viajeros, y los pocos que existen están o bien cerrados -no sabemos si con carácter definitivo, aunque todo apunta en esta dirección-, o bien saturados y desbordados por el flujo de viajeros.
Ya con la prisa que imprimen las necesidades mingitorias tras hora y media larga de viaje, nos dispusimos a buscar dónde poder aliviarnos, a la par que repostar y comer algo. Paramos en una gasolinera en la que solo había dos servicios, uno para hombres y otro para mujeres, y acabé colándome en el de ellos, dado que la fila de las féminas, para variar, excedía en mucho la de los hombres. Había una docena de muchachas portuguesas de un viaje de estudios delante, cuyo autocar habíamos tenido la mala suerte de que parara antes que nosotros en ese mismo sitio, con la consiguiente saturación de la estación de servicio. Había gente por todas partes, sentada en cualquier sitio.
Veinte minutos de espera y el primer bocata que pillamos al pagar el gasóleo, menudo planazo. ¡Y yo que ya venía soñando con un buen pisto con huevo frito encima, con su puntilla por supuesto y un buen trozo de pan de pueblo, de esos que en Alicante se ven nada más que en foto! Mi gozo en un pozo: acabamos comiendo el bocadillo dentro del coche, a pleno sol y espantando las moscas que se empeñaban en invadir nuestro recinto de seguridad. Asco de bichos.
Un poco mosqueados por la parada, que distaba, como digo, un buen trecho de lo que esperábamos, y sin haber tomado café porque no lo había ni de máquina, seguimos ruta y nos desviamos en la primera ocasión que tuvimos, tras hacer bastantes kilómetros. Cri-cri, cri-cri… ahí, aparte de los grillos, no había más que cardos borriqueros y matojos secos empujados por el viento, como en el Oeste, y la puerta del bar, que anunciaba la autovía, cerrada a cal y canto. Ni café ni nada que se le pareciera, así que nos fuimos sin parar, en busca de mejor sitio al que acogernos y despotricando, a decir verdad.
Seguimos ruta hasta que vimos un sitio grande, aparentemente bien organizado, un lugar abierto exprofeso para atender a los viajeros, ¡por fin lo que estábamos buscando! Nos pusimos en la barra a llamar a los camareros infructuosamente, pero nada, pues eran de esos que te traspasan con la mirada. Por fin, al cabo de más de un cuarto de hora esperando, uno nos hizo caso, pero fue para ladrarnos un improperio, que nos hizo darnos la vuelta y marcharnos por donde habíamos venido. Café, ¿quién demonios se va a tomar un café a estas horas?
A la salida nos fijamos en la terraza y los restos de lo que parecía una batalla campal de vasos, platos, botellines, mesas sin recoger y basura por todas partes. El espectáculo nada edificante de un sitio al que daba asco asomarse. Vergüenza ajena. Claro que, al ser el único sitio abierto del camino, había sido arrasado por los miles de viajeros hambrientos, sedientos y con necesidades perentorias, que habían pasado antes que nosotros. Posiblemente los dueños se vieron desbordados por el flujo de personas, pero algo así no puede suceder en un país que pretende pertenecer al primer mundo.
Dos desplazamientos nefastos en pocos días me dejan ciertas reflexiones, como la de no salir de viaje si no es con la debida provisión de agua y algo de comer, batería en el teléfono y cargador a mano, y algo de dinero en efectivo, como si estuviéramos en la época de Paco Martínez Soria. Nunca se sabe cuándo nos quedaremos tirados por esas carreteras o esos trenes de España. Y que necesitamos urgentemente una planificación seria de los servicios a los viajeros, en vista de que, en nuestro país, le pese a quien le pese, el turismo es una de las principales fuentes de riqueza. No podemos pretender que estamos instalados en la modernidad, cuando por otra parte las carreteras carecen de los servicios mínimos y los trenes te dejan tirado o llegan tarde cada dos por tres.
Mónica Nombela