Basémonos en la evidencia, atrevámonos a evaluarnos, a compararnos y, en caso de error, a rectificar
En este otoño de 2021 ha coincidido en el debate educativo la confluencia de tres reformas legales que afectan a las bases de éste. La Ley de Educación (denominada LOMLOE, pues es la Modificación de la Ley Orgánica de Educación), la Ley de Universidades (LOSU o Ley Orgánica del Sistema Universitario) y la Modificación de Ley de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación, tan sólo diez años después de su aprobación. Es especialmente llamativo que, en los 40 años de democracia, llevemos ya 8 leyes de Educación, a una media de 5 años por ley. Si se tiene en cuenta que son diez los años necesarios para que los cambios legales puedan plasmarse en resultados del sistema, da la impresión de que lo que debería ser el fundamento de las reformas no le importa mucho al legislador.
Precisamente por eso me ha gustado tanto el libro titulado La Gobernanza de los Sistemas Educativos, de Francisco López Rupérez, quien fuera presidente el Consejo Escolar del Estado, y que leí aprovechando el pasado puente del Pilar. Doctor en Físicas y Catedrático de Instituto, la suya es una aproximación científica y moderna a las políticas educativas, con un análisis riguroso de los fundamentos económicos, psicológicos, sociológicos y organizativos del difícil arte de diseñar, aplicar y pilotar las políticas educativas.
De su lectura, lo primero que destacaría es que, en todo momento, no pierde de vista las tendencias que se están produciendo a nivel mundial, relacionadas con la globalización y la digitalización. Además, deja claro que existe en la actualidad un consenso, propuesto y sistematizado por organizaciones internacionales, desde la UNESCO a la OCDE, pasando por el Banco Mundial y, por supuesto, la Unión Europea, sobre los modelos o los elementos de los diversos modelos que aplican los países con mejores resultados y mayor acierto en sus políticas educativas. Mientras en España la educación está más politizada que nunca, otros países recogen evidencia, promueven consultas y discusiones y, lo que es más importante, evalúan su sistema educativo y buscan la mejora continua con el fin de preparar a sus ciudadanos ante los retos a escala mundial a los que se enfrentan.
Según el autor, el contexto actual se caracteriza por ser un entorno complejo, marcado por la incertidumbre, la volatilidad y la ambigüedad (VUCA, en inglés) lo que significa que las respuestas, en forma de políticas, deben tener en cuenta dicha complejidad, de la misma forma que lo hacen las empresas y otras organizaciones. En este mundo complejo, la educación debe lograr ser de calidad, equitativa y acertada. Todos estos conceptos, en la situación ambigua en que nos movemos, están sujetos a opiniones e interpretaciones diversas. Por ejemplo, muchos asocian calidad con aumento del gasto en educación, cuando no siempre es ese el caso, como lo demuestra la paradoja del gasto: por encima de un cierto umbral, mayor gasto no garantiza aumentos en la calidad si no se abordan otros aspectos, relacionados con la eficiencia.
La equidad es también difícil de lograr, puesto que las circunstancias de partida de los individuos pueden ser muy diferentes. Además, para lograr la equidad no sólo es necesario elevar la formación media de los ciudadanos, sino también reducir las brechas. Todo ello siendo lo más eficiente posible en el uso de los recursos (limitados) y logrando eficacia en la acción, es decir, consiguiendo los objetivos educativos. Finalmente, debe conjugarse con la libertad, consagrada entre los derechos básicos por la UNESCO. A ello se debe añadir que la gobernanza educativa debe acertar, es decir, los políticos que se encarguen de realizar las reformas deben sortear muchos obstáculos, ya que la educación nos afecta a todos (los votantes) y está cargada de afectividad y de ideología.
Hay varias tendencias que López Rupérez asocia con la educación del siglo XXI. La primera, la inclusividad, entendida como la formación entre 3 y 18 años (que puede ampliarse por los dos extremos) y que debe sentar las bases para que el individuo pueda continuar formándose a lo largo de su vida (lifelong learning). Una segunda tendencia es que el Estado debe garantizar su poder cualificador, esto es, que al término de la formación se hayan adquirido los conocimientos y competencias requeridos. Eso, precisamente, es la garantía de la equidad. En tercer lugar, para lograr simultáneamente la inclusividad y el cumplimiento de los objetivos formativos, la educación debe ser flexible y abierta. Hoy en día, la apertura de la educación está avalada por la actuación de la Unión Europea que, sin tener competencias en este campo, aplica un método abierto de coordinación, promoviendo la movilidad de estudiantes, reconocimiento y certificación de titulaciones, así como la objetivación del nivel de calidad y su seguimiento.
Francisco López defiende que no hay un único modelo posible. Países muy distintos, como Portugal, Finlandia o Singapur, han conseguido muy buenos resultados con opciones también diferentes, aunque con elementos comunes. ¿Qué debe caracterizar a una buena gobernanza educativa? Además del modelo clásico, que sigue la doctrina del Banco Mundial, habría otras dos alternativas más recientes. El primero, el basado en la complejidad: opera mediante el desarrollo de capacidades, promueve la rendición de cuentas y la responsabilidad y debe tener una visión estratégica, para resolver los problemas a corto plazo sin perder la visión de futuro. Además, con suficiente flexibilidad para adaptarse a la compleja realidad y aunar evidencia empírica e investigación, para orientar las reformas y fundamentar las decisiones.
Un segundo modelo, denominado de gobernanza inteligente, también se apoya, en primer lugar, en el liderazgo del conocimiento (basado en resultados científicos, evaluación por expertos, evidencia empírica). En segundo lugar, en la descentralización, para garantizar que las reformas se puedan adaptar a todas las circunstancias, pero con un componente nacional importante. Un tercer elemento es el feedbak (o retroalimentación) considerado fundamental, para así pilotar el sistema y también rendir cuentas. En cuarto lugar, la evaluación al final de cada etapa de aprendizaje es crucial, para valorar eficiencia, eficacia y calidad. Por último, el conjunto del sistema se debe centrar en las personas, con un esquema de arriba abajo, involucrando a todos los actores, desde los políticos a los profesores, pasando por los directores de los centros.
Por tanto, no es cuestión de modelos. Creo que no sería tan difícil conseguir un sistema educativo con una buena gobernanza y, lo que es más importante, con ciudadanos que puedan desarrollar todas sus capacidades. Pero para eso hay que dejar atrás el sectarismo y la ideología. Basémonos en la evidencia, atrevámonos a evaluarnos, a compararnos y, en caso de error, a rectificar. Tenemos muy cerca el ejemplo de Portugal, que partiendo de circunstancias peores que España (tanto en indicadores educativos como de renta per cápita) es uno de los países de la OCDE donde más ha mejorado su sistema educativo en los últimos diez años. También ha reformado con éxito la universidad. ¿Por qué no hacemos lo mismo?