Tránsito publica esta novela con vocación oral en el que las vidas de varias mujeres se entreveran en una maraña de violencia estructural en torno al paisaje terminal de un enorme vertedero
MURCIA. Hasta el día en que le encontremos solución definitivamente, existir conllevará excretar. Contaminar. Usar y desechar. Generar residuos que nos recuerden lo mundanos que son nuestros procesos, tan precarios, tan primitivos, tan diferentes a lo que querríamos que fuesen. Vivir implica consumir y devolver al entorno las sobras, lo excedente, la excrecencia. Cuando uno piensa en ello, enseguida se encuentra las costuras. Sin ánimo escatológico: en lo esencial no somos tan diferentes de esas lombrices que surcan la tierra convertidas ellas mismas en depuradoras ambulantes, circuitos biológicos con una entrada y una salida. Cualquier ser humano, desde el espécimen más tosco hasta la criatura más angélica, es una máquina de producir desechos: nuestro metabolismo los genera a cada momento, y así lo hacen también nuestros hábitos y nuestro estilo de vida.
Uno vuelve a casa de la compra —incluso ahora, con toda la concienciación asimilada en las últimas dos décadas—, coloca los alimentos, ordena un poco el comedor y la habitación y el baño, se hace la cena, y a la que se da cuenta ya ha llenado media bolsa de treinta litros de basura. La producción enloquecida de basura es inherente a la especie: allá donde festejamos vuelve a crecer la hierba solo gracias a los servicios de limpieza. El día después de una fiesta popular es una estampa apocalíptica. El plástico cambió radicalmente incontables aspectos de nuestro día a día, pero lo hizo a cambio de un tributo constante al dios polímero que hoy ha hecho suyo el mar, y nos devuelve tanta devoción y tanto afecto en forma de menú de microplásticos en las entrañas de los peces que ponemos en el plato. Hay basura humana hasta en el espacio, enjambres metálicos de chatarra que ya nos ponen en peligro, a nosotros y a nuestras misiones, pese a lo poco que llevamos saliendo allá fuera a echar un vistazo al vecindario. Se ha acuñado incluso un término, basuraleza, para nombrar esa tragedia cotidiana que es salir a la montaña y encontrar envoltorios de bollería o snacks en los márgenes de las sendas o en las orillas de un río. Un asco.
Nuestras ciudades se levantan sobre un ingenioso entramado de canales por los que evacuamos con discreción ese componente nuestro que no queremos ver. Un ejército de empleados municipales trabajan día y noche para mantener limpias las ciudades: cargan la basura de los contenedores en sus camiones y la hacen desaparecer. ¿Dónde va a parar esa cantidad monstruosa de basura? Realmente, ¿qué hacemos con ella? Hasta que uno no ve por primera vez el vertedero (o uno de los vertederos) de una ciudad, no es consciente de lo que ahora estamos hablando. Guau. Las Escuelas San José (los jesuitas) de Campanar realizaban una experiencia llamada Valencia de noche en la que mostraban a los estudiantes la labor de aquellos que comienzan a trabajar cuando todo el mundo se va a dormir (más allá de la hostelería). Bomberos, Policía, Mercavalencia, y por último, el vertedero.
El vertedero al amanecer. Colinas de desechos recortándose contra el Sol emergente. Una estampa digna de Mad Max. Los vertederos son la cara B de la civilización, el mal necesario. Para que podamos conservar nuestra dignidad individual, los baños tienen que tener puertas y pestillos. Para que las ciudades puedan ser habitables, tiene que haber otros espacios donde se acumule y procesen los residuos de la dignidad. En torno a un vertedero en la frontera tex-mex, y muy dentro de él, ha ubicado la escritora Sylvia Aguilar (México, 1973, catedrática y directora del MFA de Escritura Creativa en la Universidad de Texas, en El Paso) su novela Basura que publica Tránsito, las historias de diferentes mujeres cuyas vidas forman parte de una maraña de violencia estructural y supervivencia que de un modo u otro acaba recalando en ese “estómago de la ciudad” al que se refiere la autora, y del que nunca se puede salir ileso, completo, de una pieza:
“Todos vivimos aquí sobre el mismo suelo, un suelo que huele a basura, que está relleno de basura, que es de basura. Este suelo, mire, acérquese, este suelo se fermenta en el verano, y ese olor, ese sí que te cae un poco gordo al principio; luego, luego se vuelve aire, el aire de siempre. Ni lo sientes. El aire aquí mezcla todo, fruta, verdura, tripas, químicos, yo digo que es un olor que repugna sólo al que viene por primera vez, al que viene y no vuelve […] Yo ya ni lo siento. ¿Tú? Bueno pues este olor se vuelve la nube sobre todo y todos, pero hay días que es más fuerte, te pican los ojos y la nariz, se te pega en las manos y en las mejillas. Anda contigo como las moscas. Hay temporadas en que lo único que ves son moscas. Moscas y moscas. Los mosquitos sólo son en el verano. Porque: llueve, se junta el agua, se ensucia el agua y de ahí salen por centenas”.
El estilo de Aguilar es directo, con pocas concesiones, anclado a una oralidad que sabe trasladar al papel a la perfección. De esta manera sus personajes, las mujeres que se prostituyen y se protegen en un barrio cada vez más peligroso mientras sueñan con volver a Ecatepec, las hermanas que tratan de estudiar a los habitantes del vertedero, o Alicia, el personaje que reina sobre todos los demás en su fortaleza de basura tras huir de una vida todavía peor, se construyen en nuestra imaginación mediante las voces que les escuchamos a lo largo del libro, porque este libro de verdad se escucha con especial intensidad cuando uno lo lee. Sus personajes, cargados de sabiduría, por ejemplo dicen: “en el basurero siempre hay algo con que reemplazar algo más”, y uno mira a su alrededor y observa lo que permanece (por el momento), y es consciente de que ahora mismo, en otro lugar, en muchísimos lugares, se descompone palpitante todo aquello de lo que el mundo ha decidido prescindir.