MURCIA. A veces creemos conocer a quienes nos rodean. A veces construimos todo un universo alrededor de esas personas que aunque no trasciendan en nuestras vidas están presentes en el día a día. Y , a veces, un gesto, una mirada o una palabra inadecuada nos sorprende y puede ser el detonante de crispaciones y de una relación profesional beligerante. Me explico.
Hace un par de semanas soy testigo por casualidad de una ausencia total de humildad en un entorno laboral. Un conjunto de expertos trabaja en equipo para sacar adelante una tarea en cuestión mientras, la que parece la cabeza de la misión, se encarga de lanzar dardos envenenados a todos los allí presentes sin ton ni son.
Mientras yo alucino en colores, el resto acata órdenes como acostumbrados a esa dinámica tóxica de trabajo. En algún momento alcanzo a escuchar algún bufido por lo bajo. “Demasiado bajo”, pienso, para lo que en ese despacho está ocurriendo. Y yo, que todavía no tengo instintos criminales, me quedo paralizada cuando llega mi turno y me incluye en su guerra. Completamente en shock, me sumo al deseo generalizado, que a esa artista de la empatía humana se la trague la faz de la tierra.
Mientras recompongo mi autoestima, recuerdo todas esas anécdotas que alguna vez hemos puesto en común entre amigas de cómo existe una suerte de personas, que por algún motivo, ejercen ese poder de enmudecer al resto pese al injusto trato ¿Quién se atrevería a responder si además por ello su puesto de trabajo se puede comprometer? Y con el alma en un puño una aprende a ser políticamente correcta. Se traga y punto.
Unos años atrás me viene a la mente cuando durante una entrevista de trabajo me preguntaron, así como con desinterés, si en el supuesto caso de quedarme embarazada me cogería toda mi baja por maternidad. Supe de inmediato detectar que ese sitio no era ni para mi, ni para mi dignidad y lo rechacé pero sin expresarme con total franqueza y claridad. Por aquello de “mejor siempre quedar bien”. Fue una mujer por cierto.
Conozco un caso que me impactó. Le pasó a una amiga que se fue a trabajar una época a otro país. Allí coincidió con la que decidió convertirse en su competencia, dentro de la misma empresa. Somos de esa generación agradecida por las oportunidades y exageradamente formados, pero que pese a las aptitudes, nadie nos preparó para gestionar el ego, perdonen la expresión, de una perra. O en su defecto, machos alfas que todavía regentan puestos a gran escala.
No obstante, en este terreno del empoderamiento femenino todavía enrarecido, reconozco que me ilusiono con la llegada de los cuarenta. Una edad que me tiene fascinada. Mientras que, aunque los rozamos, las de treinta aún seguimos abrumadas con ciertos temas trascendentales como lo son la maternidad, las relaciones amorosas, el cuidado personal o la proyección laboral, las de cuarenta han superado este nivel desde el prisma de la experiencia y la seguridad.
O al menos eso intuyo cada vez que una amiga cambia de decena y, en mi opinión, viaja a otra esfera. Las que tuvieron hijos y han tenido en la treintena una década marcada por embarazos y crianzas, regresan tras años de retiro al circuito del festejo. Más liberadas y sin complejos.
Las que solían idolatrar la vida en pareja, ahora juegan sus cartas de años de terapia y se reconocen serenas porque allá con quien lo gocen, dejan claro que ellas son las protagonistas de la escena, además de disponer de un radar más entrenado para identificar ataques de hienas. Ya no cuela ni la fantasía barata, ni el manido “te quiero nena”.
Y en este resurgir de la dama en toda su plenitud me pregunto ¿cómo blindarse ante el acoso de seres que se creen superiores? Me viene a la mente lo siguiente: de los creadores de la literatura mindfulness para producir endorfinas hasta un lunes, llegan las hembras inmunes. Mujeres que alcanzan la cuarentena y valientes no se muestran indiferentes a las manipulaciones.
Una nueva etapa que parece desprenderse de nuestro lado más inocente y prudente por una realidad más reivindicativa con marcadas líneas rojas. Quizás este es el camino para educar y dar ejemplo a nuestros hijos de todo aquello que nos genera malestar.
¿Acaso descubrir algunas nuestra capacidad para expulsar a un ser humano de nuestras entrañas y obtener una logística mental para flipar, nos hace vernos menos vulnerables y a ser, frente a las amenazas, elegantes pero menos amables?
No hace mucho me confesó una conocida, que en situaciones en las que antes se hacía pequeña, ahora ha cambiado el chip y no duda, si lo merecen, en pegar hasta a su jefe un “bufit”.
“Pues yo en el trabajo soy la teniente O’Neil, incluso con menos horas de sueño, tonterías las justas para ser productiva”, suelta otra amiga que preside las altas esferas de un estudio de arquitectura.
“Creo que no es cuestión de edad, yo siempre he sido de cantar las cuarenta nunca mejor dicho”, nos dice divertida otra amiga. “Desde que soy madre he aprendido a ser menos directa y más reflexiva pero aún me cuesta”. Relata que hace poco tuvo una reunión con varios directivos “señoros”, como los describe ella, de unos cincuenta. Pasados unos minutos, el fútbol era el único debate en la sala, y las únicas tres mujeres presentes parecían inexistentes. Mi amiga, menuda pero imponente, se levanta de su asiento y rompe el silencio ante la atónita mirada de los allí presentes: “¿Empezamos a trabajar o nos vamos al bar directamente?”.
Con la anécdota me viene la mente una entrevista que leí hace poco a Ana Patricia Botín, presidenta del Banco Santander: “Cuando una mujer se postula a un puesto, está cualificada al 120%, un hombre al 50%”. Sin ningún ánimo de ofender al género masculino, hay que reconocer que aún estamos en trámites de superar un pasado laboral marcado por mucha testosterona y que a las mujeres demasiado se las cuestiona.
Dicho esto, celebro hallarme en la frontera de mis cuarenta como medio de expresión. Ensalzo a los hombres y mujeres que me rodean por sus sabios consejos sobre cómo sobrellevar a algunos tipos y tipas con falta de educación. Uno de ellos fue el siguiente: “Carla, ante personas que no dan la talla, siempre Alep Alem, es un mantra que no falla”. Te animo a leerlo al revés querido lector.