MURCIA. Durante este mes de enero, en el pico de la curva pandémica, había una piedra pintada de rosa en el parking del hospital. Rosa chicle y corazones morados. Me gustaba bajar del coche y buscarla entre las ruedas, imaginar el celo de la niña (o niño) que la habría pintado, escudriñar la intención que habría tenido al hacerlo. Quizá la perdió o quizá, prefería pensar, la dejó allí para nosotros. Puede que un obsequio después de una visita frustrada a su yaya (la obligarían a quedarse fuera), puede que un talismán, una presencia anhelada, un deseo, un rito. Al acabar la jornada, esquivábamos la piedra antes de subir al coche y dejar atrás la fea silueta del hospital. Nunca vi a nadie agacharse a cogerla.
Eran meses duros, en los que yo quitaba la llave de contacto y clavaba la vista varios minutos en el volante antes de salir. Preguntarme si la piedra rosa seguiría allí me ayudaba a quitarme el cinturón de seguridad. Imaginaba la delectación de la niña con los pinceles, la veneración al elegir el color del fondo, la silueta de los corazones, el tono con el que los había perfilado, el toque final de purpurina. Todas esas acciones lentas me consolaban. Imaginaba una niña confinada que pinta corazones en una piedra y levanta de cuando en cuando la vista hacia una ventana de patio o un muro de ladrillo. Quizá un cielo desalojado y cambiante.
Yo soy ahora esa niña y disfruto llenándome los dedos de pintura, pero muchos de mis compañeros marcan los días en el calendario para arañar un descanso veraniego. Ya no somos angelitos sonrientes que desdeñan con pudor los aplausos. El ideal de servicio, esa creencia romántica de que el enfermo está por encima de todo, ha adelgazado hasta la línea y las peleas dentro de los equipos son despiadadas. No formamos una excepción, el país entero se crispa y se agota. Pero me pregunto si no deberían mandarnos a todos a casa, merecemos el reemplazo. El ejército renueva su contingente, pero nosotros seguimos reparando humanos como si fuéramos brazos robóticos en una cinta de montaje.
¿Qué hacemos con nuestro tiempo, ahora que la medicina moderna puede recauchutarnos hasta los cien años?
Un mercader le ofreció al Principito, en la célebre fábula de Saint-Exupéry, unas píldoras mágicas que aplacaban la sed. La propaganda incluía un ahorro de cincuenta y tres minutos por semana. Perplejo, el famoso personaje preguntó en qué debía emplearse ese tiempo ahorrado. “Se hace lo que se quiere…” replicó el vendedor. “Yo, se dijo el principito, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría muy suavemente hacia una fuente…”
Mi hija me ilustra estos días acerca de un rincón de mi Smartphone donde puedo otear las horas que he pasado al día en la red: una hora y dieciséis minutos para hoy. Me escandalizo al instante. En la cena plantamos nuestros móviles en la mesa como forajidos en un Western, entregamos las pistolas y comparamos nuestros promedios. Nadie quiere admitir que está enganchado al dispositivo, forcejeamos, reñimos, las cifras bailan (hora y quince, dos horas cuarenta…), las excusas también. Yo imagino en silencio lo que significa una hora y dieciséis minutos de camino suave hacia una fuente. Quiero recuperar mi vieja sed.
Al día siguiente sondeo acerca de los usos del móvil y descubro con sorpresa que mis promedios no están nada mal, corresponden a una usuaria de 2016. El estudio más reciente con el que me topo (realizado por WhistleOut) asegura que pasamos casi nueve años mirando la pantalla de nuestro móvil. Han tenido en cuenta que la edad promedio en la que los padres le facilitan un dispositivo al hijo son los diez años, y que los millenials pasan un promedio de 3.7 horas, mientras que sus padres pasamos 2.5. Existen aplicaciones que monitorizan y avisan semanalmente del abuso, pero parecen desalentar tanto como las advertencias de Fumar Mata en los paquetes de cigarrillos. La Fundación Nacional del Sueño en EEUU recomienda usar el modo nocturno de las aplicaciones o (de nuevo a través de una app) modular el colorido de la pantalla para dañar menos el descanso, ¿nos hemos vuelto locos?
Bajo a la tienda de barrio y adquiero un despertador patata. Es plano y redondo como la piedra del parking, se manipula con roscas y botoncitos. Descubro lo feliz que me hace darle sesenta veces al pulsador para fijar la hora a.m. en la que sonará con un timbre que me haga viajar al siglo XX. Grande y plano como una suela de zapatilla. Como la piedra del parking.
Tardó un par de semanas en desaparecer. La piedra variaba su posición en el parking pero siempre yacía del mismo lado, interpelándome desde su lado rosa. Me sentí tentada a llevármela de pisapapeles, pero entendí que su sitio natural era aquél. Una pequeña muestra para los desaforados sanitarios, un reclamo para detenerse y bajar la vista. El tiempo podía ser otra cosa, decía a gritos, un tiempo regalado, disipado, incluso perdido; en cualquier caso alejado de la productividad enfermiza que nos ahoga. Lejos de nuestra vana importancia.