MURCIA. Al final del día hay una cinta que enseña el reflejo de mis días y es la de la caja del súper. Medir el tiempo o el no-tiempo con el viaje remolón del fuet y el bric de leche es penoso, pero es la única epifanía que me brinda el cansancio. La plataforma avanza a velocidad constante y siempre enseña los mismos artículos, el mismo arrullo del láser cantando cada código de barras. La cajera apenas levanta la vista, pero si lo hiciera descubriría una mujer tan derrotada como ella. Hay un déjà vu, o un jamais vu, que me arroja violentamente contra el nudo de la vida. El hueso de los días. Es un momento circular, momento hámster. Mis patitas empujan con tesón la rueda y nada pasa. Todo reinicia.
Si el tiempo no avanza, concluyo, esta normalidad nueva que tantos ríos de tinta despertó en abril ya no es ni excitante. Es un viaje lento y tibio, un meandro más en el flujo de un río que se ensancha y empuja el torrente con indolencia. ¿Hacia dónde?
Con la tercera, que es la cuarta, que es la primera y única ola en sus ondulaciones varias se nos pretende transmitir ilusión de movimiento. Pero aún no podemos ganar perspectiva, quizá nunca lo hagamos. Hay quien vaticina que ya hemos llegado al futuro y hay quien anuncia en las vacunas la línea de vuelta al pasado. Se oyen neologismos vibrantes: plan de recuperación, cierre perimetral, convivientes, confinados. Pero pronto son como pasta de papel, no dilucidan nada. La fatiga me lo mezcla todo en un ruido sordo como el de la nevera en la intimidad de la madrugada, un ruido que el cerebro ya ha incorporado a su esquema, como las mascarillas.
A veces pido remanso y a veces avance, pero he dejado de estar segura de lo que quiero. Como en la educación física del bachiller, el potro me mira desafiante al final del gimnasio escolar y yo avanzo, retrocedo, vacilo y vacilo. ¿Quiero dar el salto al mes de enero?
El vociferio de estos días lo acaparan las vacunas. Vociferar (del latín vociferari): publicar o manifestar una cosa de forma jactanciosa. Era inevitable que se anunciaran así pero hubiéramos agradecido más modestia. En el clima de recelo global, un anuncio tan pomposo desvirtúa lo anunciado. Pero tengo claro que pondré el brazo cuando toque, así que aparto mis escrúpulos y asumo que soy hija de mi tiempo. Que no practico el libre albedrío. Y que lo mejor que me puede pasar, como dice Noah Yuval Harari, es ser consciente de que ninguna de mis decisiones es del todo mía. Soy manipulable desde dentro y fuera de mí misma, hilos biológicos, sociales y culturales me dirigen. Como dice el historiador bestseller, un algoritmo puede ya entenderme mejor que yo misma y trazar predicciones que se cumplan, así que más vale asumir que no somos dueños de casi nada. Lo sabía desde que leí a Freud, pero siempre es sobrecogedor recordarlo.
Además, el riesgo cero no existe. Lo recuerda Federico Montalvo, presidente del Comité de Bioética de España, en una entrevista que me saca del atolladero. Sin riesgo, señala, una sociedad no progresa ni es feliz. Vale más la pena manejar el concepto de “riesgo tolerable”, y aquí me veo reflejada en los gestos de cada día. En cada mañana que me subo al coche o me pongo las protecciones o en cada golpe de ratón con el que receto medicamentos que, si se leyera bien el prospecto, nadie tomaría. “Un buen filete no lleva prospecto y le sabe a Usted a gloria…”, bromeo con los pacientes cuando quiero que dejen sus escrúpulos de lado.
Quizá no nos interese ya una sociedad que se arriesga o que progresa. Un 48 % de los españoles no se pondría la vacuna según una encuesta del CIS. Habla un experto en Salud Pública y no es escuchado. Mi enfermera pretende hacer una cura húmeda y el paciente se lo discute porque ha visto un tutorial que compite con su carrera. No son sólo los negacionistas, sino un gran número de personas que han dejado de confiar en los expertos: han dejado de ser hombres modernos.
Hay quien señala a las élites ilustradas y las acusa de haber desatendido la divulgación. De dar la espalda a los desheredados. El primer fiasco se dio tras la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces la Humanidad superó la mayoría de edad, el progreso dejó de parecer lineal e irreversible; los nazis demostraron que una cultura exquisita no te hace mejor persona. Luego ha llegado el descrédito entre esta generación que nada entre dos crisis, ¿para qué estudias, si no vas a tener un trabajo? Doble grado, máster e idiomas te pueden servir el pescado en el súper, ¿cómo se lo pongo, señora? Y el colofón fue asociar a los políticos con la falta de cualificación, al mérito de apuntarse a los veinte años a un partido y confiar en la ambición y los golpes de suerte.
Un paciente me escribe que no se pondrá la mascarilla. Envía un vídeo de quien califica de médico y especialista y resulta ser un periodista que difunde bulos. Mis once años de carrera y casi veinte de experiencia se diluyen frente a la soberbia con la que el divulgador alardea. Mi paciente va más allá y me anuncia el final de nuestra relación porque teme por mí. No compartirá más vídeos como este por si nos rastrean y acabo perdiendo el empleo. Me conmueve la mezcla de paranoia con el afán de protegerme, pero no puedo evitar preguntarme cuándo empezó todo esto, ¿cuándo el conocimiento dejó de estar de moda? Pensé que lo mío era un síntoma de vejez, pero compruebo que añorar el pasado es tendencia. Una tendencia que nos puede fagocitar si nos convierte en una legión de nostálgicos de brazos caídos. Como decía Kafka, la alegría es nuestro deber diario. Y volver a desear que el futuro llegue y nos haga mejores: una militancia necesaria.